viernes, 1 de octubre de 2010

Ciclo

Sólo las torcazas entienden el silencio del paraíso
desnudo como si llegara la muerte.
En las mañanas miro su boceto
mientras la noche acuna su belleza.
Bajo el sol del noveno mes se adivina el encaje,
vestirá de gala ...
(aún no comprendo).

En la próxima helada, me desvestiré con él.

El marco

Pasaron tres años desde la muerte de su tía, una anciana de tez blanca y ojos negros, labios finos y cabello desordenado. La recordaba sonriéndole desde una extrema delgadez que siendo niño, le impresionó como si se tratara de un esqueleto.
Desde la tarde en que ella suspiró en paz recostada en la cama de nogal, tomándole las manos y dejándole la mirada en sus ojos, él jamás volvió a tocar esa puerta cancel que tantos recuerdos oscuros y temerosos le traía.
La noche que volvió a la casa se le antojó especialmente lúgubre. La luna estaba escondida tras inmensos nubarrones que predecían fuertes tormentas.
Los servicios de luz y de gas habían sido dados de baja hacía más de un año. Al entrar, el aire nocturno simuló arrojar un atisbo de claridad sobre el piso de mosaico del hall, extremadamente oscuro. Efímero efecto que desapareció no bien cerró la puerta tras de sí.
Con un poco de memoria y un tanto de tacto, fue avanzando hacia el escritorio, que, según su recuerdo, era una habitación reducida, o tal vez así le pareció por la cantidad de bibliotecas que colmaban las paredes. Sabía que una ventana espiaba la calle y confiaba en que el alumbrado público lo ayudara a moverse con más soltura.
Palpó una puerta y retiró la mano con asco cuando las telarañas se enredaron en sus dedos. Las sacudió lamentando no haber llevado los guantes descartables ( ya se había sentido un infeliz al olvidar la linterna en su casa).
Cuando abrió, no pudo evitar un suspiro de alivio. A través del vidrio empañado por la mugre de la ventana del escritorio se colaba un indiscreto y cómplice haz de luz. Le pareció que los pies cobraron firmeza.
El rabillo del ojo le advirtió sobre una sombra en el único rincón de pared desnuda. El corazón le latió con fuerza y gritó sin vergüenza, sabiendo que nadie lo escucharía, ni tampoco acudirían en su ayuda.
La sombra no se asustó. Quedó suspendida en la pared. Entonces tomó coraje y se acercó a observarla con detenimiento. Su propia sombra se interpuso entre las viñetas de un marco labrado con exageración y el yeso sucio de la pared.
Se recordaba con siete años abrumado por la inmensidad de ese cuadro que lo miraba desde una altura prohibida para él. Jamás pudo olvidar el temor que le producían los vericuetos del tallado simulando extrañas máscaras, o quizá gestos voluptuosos.. Hoy le jugaban la misma experiencia, como si el tiempo no hubiera pasado o las alturas no se hubieran nivelado. El espanto lo invadió persiguiéndolo hasta la vereda. Respiraba con dificultad. Se inclinó apoyando sus manos en las rodillas y se descubrió adulto. Decidió volver a entrar. Fue sin pedirse permiso, y creyéndose valiente, se detuvo ante la caoba exquisitamente trabajada. Extrañas caracolas entrelazadas enmarcaban un paisaje marino en el que nunca se había detenido.
No podía creer lo que estaba viendo. Se olvidó de lo que había ido a hacer. Sólo se llevó el cuadro.
Ahora, cada vez que lo mira colgado frente a su escritorio, sueña con fantasmas y se rie de los miedos.