sábado, 8 de diciembre de 2012

Por la mañana


Las sombras se van aclarando bajo el abrazo tenue del sol de primavera. Abro los ojos con la certeza de que estoy viva El color de las rosas y el perfume de los jazmines así me lo confirman. Sin atender al dolor de la cintura, recojo las piernas y apoyo los pies en la madera apenas tibia.
Dejé las lágrimas secándose en la almohada para que el aire nuevo me dibujara una sonrisa. Es el milagro que sólo advierto cuando las paredes de la habitación se visten de ámbar como la sombra que ilumina la oportunidad desmayada en el olvido, el persistente y extraño misterio de la vida.

jueves, 15 de noviembre de 2012

La caja de cenizas


Tenía la caja apoyada en su regazo, y entre los nudos de sus dedos se deslizaban medallas, cadenitas, papeles ilegibles, posiblemente entradas al Teatro del siglo pasado, algunos botones, un prendedor de oro, y en el fondo se escurría un par de guantes de encaje amarillos de soledad.
Sus ojos, parcialmente velados, se hundían en cada una de las cosas mientras sus labios entreabiertos dejaban libres a los suspiros.
Faltaban aún un par de días para cerrar definitivamente la casa. Las habitaciones desnudas no soportaban más el frío y la pintura de las paredes se descascaraban pidiendo clemencia. El patio invadido por una madreselva descontrolada olvidó sus rasgos pintorescos y la algarabía de las reuniones familiares.
Si bien la decisión fue difícil, el tiempo tomó fuerza en el asunto y obligó a una determinación.
Ella lo sabía tan bien como nosotros, imaginamos el dolor punzándole el alma y la memoria.  Supusimos que su silencio era un recorrido por los trozos de historia que los objetos encerraban en su pequeñez. No la vimos llorar. Sólo acariciaba una y otra vez las piezas que sacaba de la caja para luego dejarlas caer nuevamente en ella.
Pasó más de una hora. El tiempo parecía haberse detenido. Una sonrisa muy íntima acompañó el gesto de cerrarla con una llave minúscula. Extendió su brazo y me entregó la caja. La llevé donde aún estaba abierta la maleta enorme, de cuero rígido, en la que acomodábamos su ropa, la que iba a usar. – No, no ,no – la escuché decir. La miré extrañada. – Quemala – me dijo con voz determinada, casi impropia de su fragilidad.
Quemala, - insistió -  Lo que necesito, ya me lo puedo llevar, y dejemos que el viento se haga cargo de las cenizas. 

Ciudad


Así sucedió. La cintura se fue agrandando sin estar encinta. No hubo mapa que la contuviera en estos últimos años. Se atragantó de inmigrantes y de pobreza. Se vistió de chapas y cartones, dejando los ladrillos como coraza de un corazón cada vez más pequeño. Algunos especialistas de turno debatieron para encontrar un método que frenara su espíritu expansivo. De alguna forma se arreglaron para evitarle agua y caminos, como si no les importaran esos brazos que permanecen abiertos aún desbordados.
A medida que los límites caían vencidos, la solidez tomaba forma y otras chapas se alzaban en los bordes  nuevos, cubriendo la tierra, alimentándose de futuras siembras.
Así ocurrió. La ciudad ahora es una y única, como el hambre que la habita

Sierra Grande


La oscuridad es real, tan profunda como se define, y el silencio no existe a pesar de la ausencia de sonidos. Hace frío, pero la temperatura es estable. No hay corriente de aire, si bien son cientos los túneles que tal vez, por su disposición arqueada y sinuosa,  detienen en forma paulatina el soplo de la atmósfera.
Somos un grupo entre diez o doce, algunos menores. Se los percibe entusiasmados de la mano de los padres, quienes se muestran dudosos del coraje que los hizo venir.
El guía nos explica que estamos bajo una capa de 120 metros de tierra. Imagino la cuadra de mi casa repleta de polvo y terrones, la alzo en posición vertical y me coloco debajo. La sensación es inevitablemente atractiva, ligeramente apasionante, y un poco perturbadora.
Avanzamos guiados por las luces de las linternas. Siempre juntos, escuchando con atención las palabras del minero que oficia de guía, encantados con sus anécdotas y relatos.
Llegados a una boca cuya garganta se perdía en la profundidad invisible, nos pidió que recogiéramos piedras. Llenamos nuestras manos y antebrazos con todas las que podíamos. Las linternas alumbraban su rostro. Lo demás se escondía en la espesura de la oscuridad. Dijo: “Pongan en las piedras todos su temores, los dolores, aquello que no desean volver a vivir, los odios, los rencores, la avaricia, el egoísmo, las penas que necesiten olvidar.” El silencio por primera vez se hizo sentir. “Ahora – continuó-  arrójenlas por esta boca y escúchenlas caer…”
El estrépito se fue alejando en tanto la boca tragaba sin cesar aquellos trozos de nuestras vidas. El tiempo se prolongó como el sonido de la caída que parecía no tener fin. Hasta que el silencio volvió triunfante y se instaló en la sensación de cada uno.
Imaginé el fuego haciendo de la piedra un alimento, y al árbol, tomando de la tierra las memorias que lo nutren.
Ascendimos. El sol de un mediodía nos recibió rodeándonos de luz y aire tibio. Los más chicos nos miraron con sorpresa. Los escuché decir entre ellos: “¿Por qué sonríen?”
La ruta nos devolvió a lo de siempre, distintos. 

sábado, 10 de noviembre de 2012

La llave


Estaba seguro de haber recorrido el camino adecuado. Repasó con la memoria todos y cada uno de sus pasos, los senderos, las encrucijadas, la cantidad de piedras de tamaños diversos que había esquivado o corrido, siempre con la misma disciplina, sin alterar  las leyes y normas estrictas que desde niño le habían transmitido.
Pero la certeza se desvanecía al no encontrar la forma de continuar el camino, sabiendo que éste existía, de eso no hay duda.
Acostumbrado a moverse, la imposibilidad de avanzar lo inquietaba bastante. Intentó serenarse ya que había aprendido que la ansiedad nunca llevaba a los destinos esperados.
El entorno era de una luminosidad sorprendente, si hubiera límites, éstos estaban ensimismados unos con otros, ya que no se distinguían. Todo era lo mismo, ese todo era nada, si bien la nada no existe. Estaba de pie aunque no entendía sobre donde.
El lugar era extraño. Había llegado con mucho esfuerzo, tanta dedicación para sospechar ahora que el camino tenía un fin, esta nada. La desilusión lo invadió haciéndolo caer. Quedó suspendido con todo su cuerpo. Con una mano atajó la cadena que colgaba de su cuello. Lo que menos deseaba en aquellos momentos era perder en esa nada el único recuerdo que guardara de su esposa, quien hacía años, le tomara ventaja con la promesa de esperarlo en el lugar adecuado para continuar, una vez más y para siempre, el camino que eligieron juntos.
Era una llave pequeña, casi oxidada por el tiempo y su piel. La observó buscando el recuerdo de la mano que la había colocado en la suya al despedirse. La besó.
La claridad se ensombreció con la silueta de una mujer que extendió sus brazos hacia él. Se levantó y  juntos se abrieron camino. La cadena y la llave se deslizaron de su mano y cayeron sobre las de su hijo, que muy lejos, lloraba.

sábado, 3 de noviembre de 2012


Si la hora resbala en el vacío  y las palabras desenredan párrafos sosos y desleídos,
entonces,
el silencio se eleva abrupto y arranca voluntades.

Sin palabras


Se quitó el sombrero convencido de no volver a aceptar este tipo de invitaciones. El gabán estaba tan empapado y con arrugas como él. Lo colgó en el perchero y las grietas que surcaban la comisura de sus labios se vieron reflejadas en el espejo.
Una vez que se quitó los zapatos, encendió la luz y un cigarrillo. Se abandonó en el butacón. No estaba cansado, más bien harto y aburrido.
El humo lo llevó de viaje a las cientos de conferencias, exposiciones, charlas y convenciones de las que había sido parte. Palabras, discursos, más palabras. Aplausos, reconocimientos, apretones de mano, miradas admiradas y finalmente, más palabras.
No pudo dejar de sonreír ante el vacío tan completo del silencio, éste, tan actual como propio y verdadero. Aquí el oxígeno sólo tropieza con manuscritos, libros, borradores y consultas efímeras en anotaciones marginales. Si ni siquiera el aire necesita vibrar, porque no ha de llegar a ninguna parte. Así también el timbre del teléfono, dispuesto sólo para urgencias, completando este silencio tan lleno de mensajes perdurables, porque no se mueven, gestuales, porque no se dicen, y ausentes.
Supo desde siempre, que todo aquello que predicaba desde los púlpitos y explicaba en escenarios académicos, sólo eran palabras, palabras que decían de las ideas, palabras que hablaban sobre los sentimientos, palabras muertas en el instante en que nacían. ¿Donde quedaban? ¿Es la palabra el dibujo de la idea? ¿Es la idea el sentido de la palabra? Se habla de amor y de caricia, de abrazo y de ternura, de piel…y la suya, olvidada de la tibieza entre miles de palabras. Decidió entonces prescindir de los vocablos y atragantarse con los pensamientos. Decidió callar y esperar que su mano, alguna vez, se sintiera acariciada.

martes, 30 de octubre de 2012


La sopa es un sueño de colores humeantes dibujados por el hambre en el fondo del cuenco vacío.

Umbral


La rosa blanca no dejaba de mirarla a través de la ventana. La sombra de la flor y un haz de luz jugaban sobre su rostro pálido, enmarcado por los mechones que fueron perdiendo vigor al compás de los años.
Mi mano recorría la piel de sus piernas abandonadas. El aroma frutal de la crema humectante se quedaría para siempre entre mis dedos, y sus pies tibios lo llevarían donde no hay huellas ni pisadas.
Fue un paso veloz a través de memorias transitadas por ambas.
Un viaje sin retorno imposible de detener. Sin cabida para un descanso, una disculpa, o una palabra. Todo había ocurrido y ya no sucedería jamás.
De nada sirvió la lágrima que rompió el silencio de tantos años. Ella no me hizo caso. Sonrió, y se fue; dejándome el perdón suspendido en el misterio de sus párpados cerrados.

jueves, 27 de septiembre de 2012

De la vida real


Le dije a Miguel que estaba equivocado. Me miró con una expresión insípida, propia del desinterés, el aburrimiento, y el hartazgo. Quise insistir, el tema lo valía.
Hoy, estamos junto a la cama. El monitor, con su lenguaje rítmico nos asegura que aún respira. Los párpados entornados, apenas lívidos, los labios casi besando un tubo que se sumerge en la soledad más profunda, allí donde hubiera querido llegar para decirle sin palabras que lo amo, acariciar su alma, abrigar su espíritu y atarlo a la vida que se le escapa.
Levanto la mirada y lo veo. Los ojos se le desbordan de lágrimas y de silencio. El también recuerda aquella noche en la que no quiso discutir, cuando mi opinión era una mera repetición de trivialidades…no olvida que con su fastidio calló mi advertencia y que su cansancio fue cómplice del silencio. Dejó que se fuera, que se ahogara en el desenfreno. Ambos lo sabemos. Pero no tienen sentido las preguntas, cuando la respuesta yace luchando por su vida.
Esa noche, mi hijo fue atropellado por el alcohol y la furia.
Esa noche, Miguel se fue a dormir balbuciendo hastío tras mi advertencia.
Esta noche,  somos otros…

Personaje


Sonríe al verse en el bar rodeado de amigos, disfrutando de una bebida accesible sólo para un grupo acotado de consumidores exquisitos.
Sus ojos brillan cuando se mira conduciendo el auto con detalles impecables, recorriendo paisajes exóticos, acompañado de la mujer que le quita el aliento.
Sostiene la respiración al anticipar el vuelo en parapente sobre las aguas azules de un mar exuberante.
Es protagonista de una vida que envidia y que construye consumiendo imágenes que guarda en una memoria sin recuerdos.
Los colores de la pantalla se reflejan disimulando la palidez de su rostro. Solo así logra ocupar sus sueños cuando la noche lo ahoga en el silencio.

martes, 4 de septiembre de 2012

Relato de una fantasía


De la mesa de la taberna me fui para el camino. La tierra roja, seca como el vientre donde mi hambre habita, se alarga más allá de lo que mis ojos perciben.
El sol no se ve, pero se adivina en el cielo límpido, el color vivaz de los ladrillos y mi sed.
Busco nuevamente la sombra bajo el techo que nadie conoce. Me arrimo a las ventanas cerradas, sin que haya posibilidad de abrirlas, como la puerta, hábilmente escondida tras los trazos firmes de una pared desnuda.
Espío por entre las persianas. Veo las tazas blancas en las que sirven té caliente con torta tibia. Parece que allí hace frío. Hablan, no escucho. Ellos saben donde estoy si supieran que existo, no se si pueden ver o adivinar siquiera mi sombra, aunque soy tan real como las letras que escriben.
La tarde les roba la luz que necesitan. Encienden la lámpara que cuelga metros más allá. Vuelvo la cabeza a mi pago. Aquí el cielo celeste y la claridad no se intiman, los retiene la certeza que anida en este paraje inmóvil, tan cálido, tan frío.
Hartos mis ojos de este día interminable, los labios áridos como la tierra que sólo yo piso, mañana, cuando se acerquen a quitar el polvo, me cuelgo del plumero y me bajo del cuadro. 

sábado, 25 de agosto de 2012

Paradoja (Vivo muerto)


Cuando el espíritu muere antes que el cuerpo, no se distingue el día de la noche y el silencio es la ausencia de uno mismo. El tiempo, de tan interminable, se duerme y aburre. No hay sentido ni sentimiento. La tibieza es fría, el gris el único color y los ojos, la ventana por donde se ve la nada.
Cuando el cuerpo vive más que el espíritu, la huella no deja marca, y el aliento retorna como póstumo suspiro. Las voces se rompen cual cristales que caen en piedras. Y saltan desplegándose como lágrimas infinitas.
Cuando el espíritu muere antes que el cuerpo, el dolor es dueño.

Martes a la tarde


La voz del trueno viajó más allá de la vista, atravesó nuestra pequeñez, vibró en el silencio y acompañó el canto de un pájaro invisible antes que las gotas martillaran la quietud del espejo de agua. La tarde es oscura.
Las luces ajenas, doradas y ostentosas, se aplacan tras la cortina gris que las opaca y hermana al humilde candil de la pobreza. Sólo el verde que crece alimentado por la tierra deslumbra con el único poder que ninguna historia supera. Las ramas danzan con fuerza.
Estremece el relámpago, sobrecoge el trueno, y el agua cae con inquietante misterio. Buscadores de preguntas formularon respuestas, usaron modelos, explicaron los ciclos, el poderoso saber se hizo hombre, y el hombre se supo poderoso en su dominio y conocimiento…hasta que lo asombra  y enmudece la próxima tormenta. 

sábado, 28 de julio de 2012

Imágenes


Es una de las tardes más frías que recuerdo. El cielo está limpio, con el color celeste que ningún óleo es capaz de fijar en la imagen de una tela. Tras el vidrio, el farol echará luz sobre el único papel y la lapicera de pluma que serán protagonistas de una noche inesperada.
Entre tanto el tiempo se entretiene, el césped invita a los pájaros a picotear las migas que el pan casero dejó caer de una tostada. El gato ronronea acurrucado como ovillo en la canasta donde en otros tiempos se recogía la ropa para el planchado. Y así estamos, dejando que la tarde se oscurezca, en esa hora en que la penumbra se asombra y la naturaleza agradece el día antes de cobijarse bajo la noche. Es la hora del silencio. La brisa queda en suspenso…y nosotros, quietos (el gato y yo…).
El velo cae y apenas nos adivinamos. Enciendo el farol. La luz, tenue, se ocupa de señalar la última hoja del block sobre la cual está la lapicera a tinta heredada de mis abuelos. El resto, es sombra. Parece entonces, que lo único para hacer es escribir.
Juego un rato con el capuchón entre los dedos. La hoja iluminada con un tono amarillo me hace soñar.  
La oscuridad se hace cómplice de la imaginación.
Frente a la ventana los eucaliptos se mecen, altos, tan negros como las casuarinas, porque la noche nos hermana hasta en las sombras.
Sobre el quincho se asoma el resplandor de la luna que hoy vino más tarde. Se desliza corriendo el manto infinito de estrellas. El horizonte palidece.
Adentro, es tan vívido el aroma cítrico del té, que cierro los ojos mientras el paladar se repleta de bergamotas, la lapicera está quieta, mi mano sobre ella.
Detrás, en la cocina, la alacena rebosa de dulces caseros, algunas conservas, y cientos de naranjas derramando su perfume en licores y salsas, partido su vientre como la joya más dulce y brillante que un árbol jamás haya parido.
Siento en mi espalda el tibio chisporroteo de la leña, generosa entrega de la tierra hecha madera. La ruana me abriga, la lapicera no tiembla, mi mano reposa en ella.
A lo lejos escucho un ladrido. Me sorprende. Mínimas luces se acercan por donde, sin dudarlo, está el camino. Sólo una de ellas se alza casi a un metro. El resto revolotea a centímetros del suelo. Son los chicos del campamento. En la canasta, el gato se desovilla y despereza. Me mira sabiendo que estoy alerta. Cuando ya las caritas de ámbar casi se pegan en la ventana, abro la puerta y se me cuelgan los brazos de la ternura y la alegría llenos de frío. Las voces, tan diáfanas como el aire helado que entra sin permiso, piden naranjas, y una mano fuerte extiende una cesta de mimbre. Los ojos del hombre envuelto en una campera azul y una gorra que abriga su cabeza hace ya más de un invierno me miran y sonríen. Sabe que soy feliz.
Les fue a ayudar a encender el fogón ( hace maravillas con las ramas…) y ahora vienen a buscar la fruta que les llenará la boca de un sabor que jamás olvidarán mientras rían, canten y conversen iluminados alrededor de ese fuego que los acompañará hasta que el sueño los venza.
Completaron la cesta con los soles de invierno y regresaron al campamento.  Ya no veo las luces, sólo por donde caminan.
El gato, que anduvo recogiendo mimos y caricias entre las piernas de los chicos, se acomoda nuevamente, me mira, percibo su satisfacción. Cierra los ojos. Lo miro.
Se abre la puerta. Me levanto y el abrazo nos abriga. Cuelga la gorra, atiza el fuego de la chimenea, las brasas chillan. Apago el farol y voy a la cocina. Con el agua que hierve preparo el té. Cuando me acerco con las tazas llenas, veo la hoja sobre la mesa. Está limpia, la lapicera sobre ella. Sonrío. No imagino, vivo.

martes, 19 de junio de 2012

La última discusión


La letra se repetía en forma ininterrumpida y con amplitud constante. Por más que quisiera desoír las palabras, no había escapatoria, si hasta las paredes se unían para retener el eco.
Todo surgió por un malentendido, como siempre…en realidad, cada una de las discusiones de las que hemos sido parte, siempre se originaron en el mismo conflicto: no haber comprendido con exactitud el mensaje ajeno, ya sea por no escucharlo, o por interpretar las palabras con otro significado. La lengua que hablamos rebasa de sinónimos, abundan los significantes con infinitas variedades. Será también por eso.
De todas formas, me está aburriendo el minuto que se prolonga como su queja casi perpetua.
Bien se que un gesto, ya sea una ceja que se arquea, un ojo que espía al techo o un desliz del labio pueden extender irremediablemente la sinfonía lastimera.
Ni los pies atino a mover. La quietud de mi cuerpo se asemeja a la calma que la naturaleza, sabia, atesora para enfrentar la tormenta. Hay que dejar caer el agua a través de los grafismos que dibuja la furia en el cielo, para abrirse nuevamente como un vientre que dé paso a la paz y calidez del fuego.
Estaba concentrada en estos pensamientos cuando escucho de repente un súbito silencio.
La mirada de esos ojos gélidos parecía exigir una respuesta. En la memoria no registro situación similar. Siempre fueron monólogos, verborragias unipersonales dirigidas al mismo par de oídos.
¿A que se debe ahora esta puerta abierta a palabras que carecerían totalmente de sentido?  Tal vez esté confundida. Quizá no espera una respuesta, puede que su silencio sea más una afirmación de su palabra que una pregunta al vacío. Porque ahí estoy yo, en su vacío.
Un vacío habitual, ahora, apenas incómodo, porque parece que lo abandonó hasta el mínimo suspiro que deja como rastro el aliento tras la palabra dicha.
Presto mayor atención a sus ojos, los veo de hielo y entonces comprendo. Su vida, embebida en la dureza del cristal, en un instante, se hizo añicos.
Ya no estoy en su vacío, se lo llevó sin mi permiso, como todo. El tiempo transcurre en silencio. Camino, sólo mi suela hace ruido. Enmudecieron las paredes. Miro, lloro.
Estoy vacía.

en el cielo...


Dime si  hay árboles
donde los pájaros cantan al despertar el día.
Dime si la brisa se siente en la cara,
y la ternura del sol te acaricia la mejilla.
Dime si  las nubes juegan,
si hay césped donde adormece el rocío ….
dime si se siente el frío, dime si hay flores, dime si perfuman.
Dime si  la fruta se muerde,
si la miel besa el pan caliente,
dime si el gato ronronea, si ladra el perro,
si el cariño viaja y ríe la alegría.
Dime si el agua corre libre,
o sueña en los lagos, los pantanos, la lluvia…
dime si es clara la luna…
Dime si hay cantos, si se escuchan los susurros,
dime si beben del buen vino, si hay manteles,
y sobre ellos migas,
Dime qué ves,
Dime qué recuerdas,
Dime,
Dime si me esperas…
¿O estás aquí, conmigo? 

miércoles, 6 de junio de 2012

La ofensa


Las murmuraciones se extendieron mucho más allá de los límites del barrio. Su nombre dejó de nombrarla. Nadie recuerda a la vecina que los sábados barría la vereda para luego cocinar en el comedor parroquial después de una semana de lavar ropas ajenas.
La memoria es ahora el lugar privilegiado donde se radicó la habladuría que la vistió con la vergüenza. La deshonra la asfixió como el nudo de la horca que la hubiera abrazado sino fuera por los siglos entre ellas, aunque el adulterio también se pagaba bajo el pesado manto de las piedras. Ahora, se clavan miradas, se escupen balbuceos y perpetúan abandonos.
Ante el barullo impiadoso de las marañas intrigantes y las calumnias, la verdad cae desmayada.
Ella siguió barriendo su vereda después de lavar mugres de otras telas. Supo llorar sin lágrimas como supo callar la humillación y la ofensa.
Las palabras corrieron con la precisión de un hecho consumado mientras la verdad llora en el alma solitaria de quien, sumisa y olvidada, cocina cada sábado para los que no hablan. Tienen hambre.

viernes, 25 de mayo de 2012

Señales


En la penumbra, una lágrima sostiene el atardecer y la sangre comprime el último gemido del temor. Resalta en el césped un ángel amarillo, coronado con el tejido de quien lo supo distinguir.
Camino en el gris adverso de la duda, y sólo por un instante, él se acerca y me mira con esos ojos que no entiendo, pero que cantan hundidos en las ramas de mis tardes, o besando la mañana que, curiosa, se refleja en los árboles que señalan mi ventana.
La cita es allí donde la sombra es verde y el agua clara. Los testigos andan con su certeza pincelada en tonos marrones, algunos naranjas. Entre las sombras, la rosa se destaca vestida de rojo, su hermana, de piel aterciopelada, le sonríe, cómplice de las que crecen  tan tersas como rosadas.
Ninguna de ellas me habla, ni percibo si beben del agua de mi tierra. Pero en sus pétalos, que se ofrecen múltiples y sedosos, con la ternura de una madre y la simplicidad de una semilla que supo ser, me abandono en quien me obsequia esta maravilla sin pedirlo.
Detrás del gris de la llovizna, la serenidad pronuncia mi nombre.

domingo, 13 de mayo de 2012

Naufragio

El frío es soportable, puedo dar patadas en el agua, es lo único que se me ocurre para mantenerme a flote. El horizonte está devorando al sol sin piedad y mis ojos, más humedos que lo habitual, no logran distinguir si las lejanas líneas oscuras son arenas blancas de una playa o la cinta que señala el luto de las aguas ante la muerte del día. El resto es una onda gigante que se desplaza interminable. La escasa madera del bote, que disimuló con honor sus heridas, estará ahora sacudiendo la impávida tierra del fondo, unos cuantos metros por debajo de mis pies. La extraño, como se lamenta la pérdida de cualquier sostén, aquello que nos evita la deriva.
La noche es rápida en venir, y sigilosa se alarga bajo las estrellas. Me abandono ante el majestuoso cielo que el sol se empeña en ocultar.
Muevo los brazos con la mínima lentitud que le permite a las aguas sostener mi espalda ingrávida. Los pies acompañan.
Me dejo llenar por lo que jamás había visto o sentido.
Las olas juegan con la inercia de mi cuerpo y lo llevan donde quieren. Confío.
En el puerto supongo hablan del naufragio de un bote, adivino linternas sumergidas, luces inútiles.
Náufrago...me asusta la palabra. El miedo toma forma y me desequilibra. Pierdo la confianza y comprendo. Sólo si me pienso náufrago, me ahogo.

miércoles, 18 de abril de 2012

El anuncio

En un sábado vestido de domingo con el encaje gris que llora en la ventana, la radio carraspea entre la hora y las noticias.
La luz, mayormente artificial, ilumina las letras del diario. La voz del locutor pone emoción al titular que ocupa casi la mitad de la primera plana.
Los hermanos más pequeños juegan sobre el piso húmedo, en tanto el padre, con el matutino deshojado entre sus piernas se sumerge en el butacón como queriendo desaparecer, y la mujer, retiene en sus ojos las lágrimas y la mirada de su hijo, erguido con las manos temblorosas anticipando el desgarro de una partida involuntaria.
La guerra había comenzado.

miércoles, 11 de abril de 2012

La luz

Un punto de luz que no pudo ubicar ni en la ventana ni en la pared, tal era la oscuridad de la habitación, le arrebató el último pensamiento que quedó suspendido en la noche inhabitada.
Cerró los párpados e intentó recuperarlo. Era de crucial importancia ya que formaba parte del argumento esmerado y preciso que justificaría su decisión.
Escurridiza como todas, la idea no pudo rescatar las palabras que le dieron forma.
Se incomodó, cambió la posición y apretó la sien con su mano a fin de concentrarse para hallar lo perdido. No lo logró. Las premisas se fueron desbarrancando en su mente como una cascada incontenible. Una lógica inesperada invadió la sinrazón de sus convicciones. Odió sin límites a ese punto efímero que desdibujó su certeza.
Lloró en la oscuridad.
El arma cayó de su mano derecha. Sonó el golpe. El aire oscuro recibió el disparo.

domingo, 11 de marzo de 2012

¿Donde estoy?

¿Qué misterio me lleva al silencio habitado sólo por el viento y el murmullo de los pájaros?
¿Cuál fuerza me arrastra a la aridez de la piedra?
¿Cómo explico que el horizonte me posee?
¿Por qué llora mi piel si la soledad que me esclaviza es la misma que me libera?
¿Puede acaso el brazo de la raíz extender alas y eternizar cielos?
¿O las estrellas recostarse sobre lejanas cosechas?

¿Dónde estoy?
..si los árboles abrazan mi tierra como el ave que pasó y ya no veo…

¿Dónde estoy?

Una lágrima responde.

Y aún así,
respiro con tu aliento,

tocame…
así, al menos por un instante
no me pierdo.

Nada

Poco,
o casi nada.
El río corre aún,
y a su lado,
el tiempo.
Algo, un apenas,
suma dudas,
resta logros,
calca pesares.

Dividida en mil entornos
el alma en pedazos
no se encuentra.
Y la piel envejece.
Los ojos,
marchitos,
perdidos sin retorno,
añoran la lágrima
que,
en desértico dolor
se ahoga en las aguas
de una vida esteril.

viernes, 20 de enero de 2012

Dos de enero

Dos de enero. La heladera está llena de platitos con algunos granos de arroz y arvejas descoloridas, unas migas de pollo y alguna que otra feta de carne de cerdo precocido. Todo ello dando la bienvenida a la primera mañana tranquila de este año que, si es sumiso y obediente, nos llenará de gloria, éxitos, dinero y buenas compañías desde su primera hora hasta exhalar el póstumo segundo. Pues nadie puede desoír los millones de deseos, sinceros o no, pronunciados en apenas veinticuatro horas a lo largo y ancho de un planeta burbujeante y luminoso.
Cierro la puerta del refrigerador y busco en la alacena la yerba, el mate, el termo (nuevo, romántico, de fondo blanco salpicado con flores silvestres y alegres – regalo navideño de alguien que me conoce bien y no se anda con divagues -). Dispongo el agua caliente y me voy para el jardín. El cielo brilla sobre mi cabeza luciendo con alarde un celeste rotundo. Desde la reposera, y con la bombilla tibia, abandonada sobre el labio inferior, dejo que los pensamientos me elijan.
Los recuerdos más cercanos dibujan sonrisas en mis párpados entornados, pequeñas anécdotas de las últimas celebraciones, encuentros felices y esperados por casi un año, maravillas de los ritos y ceremonias establecidas e indiscutibles. El paladar se regodea con sabores repetidos casi ancestralmente haciendo honor a la familia cuyos miembros, tal vez, se palmeen la espalda unos a otros cada trescientos sesenta y cinco días según el calendario que nos gobierna.
La mente se aburre – será porque no encuentra nada nuevo en este registro conciente de lo que acontece en las sucesivas “fiestas” – , se pierde unos segundos en un mar lechoso de ausencia e irrumpe con un recuento de lo vivido que nadie le solicitó, y menos aún, en esta tarde apacible. Dicen que los pensamientos se dominan…hay mucho nuevo – o no tanto, quizá novedoso para mí - escrito al respecto, incluso conferencias publicadas en internet que hablan de transformaciones profundas cuando se los logra dominar positivamente; pero los míos son caprichosos, o mi voluntad demasiado frágil, porque aún me dominan. Es decir, la mente se empecinó en calcularme la edad, y dibujar una torta estadística coloreada mostrando porcentajes de lo obtenido, logrado, superado, y lo no alcanzado, proyectos inconclusos, fracasos y abandonos. Estos últimos, en alarmante color rojo, hacían de la torta casi un postre de frutillas. Quise abandonar la imagen. Abrí desmesuradamente los ojos como para devorar el verde escandaloso de los árboles en verano. Y así fue, la torta ahora mostraba una vasta zona verde que no había modificado valores, solo mudó tonalidades. La tristeza y la decepción aguardaban impacientes en el portal de mis sentimientos – vamos, si estaba todo tan claro, que entren nomás -.
La lágrima se abrió paso entre las pestañas y se sumergió en la mirada. Fue entonces cuando los zorzales se debatieron en un coro prolongado y festivo. Apunté los ojos para percibirlos, tras una nebulosa de angustia que se fue derribando al compás de las notas sostenidas, hasta que pude sonreír frente a la nitidez de los pechos naranjas hinchados del instante.
Me reí del presente atrapado sólo por una palabra, se desgranaron los porcientos…y jugué con los segundos sin nombrarlos ni retenerlos.
Por primera vez, creo, percibí la vida.

martes, 3 de enero de 2012

El libro

Estaba escribiendo una carta cuando escuché una tos áspera. Miré extrañada hacia la biblioteca. Estaba segura de que el sonido provenía del estante de arriba, aquel que hoy se me antoja tan lejano. Pero todo estaba demasiado quieto. Volví los ojos hacia el papel donde la última palabra había quedado colgando del renglón sostenida por una sílaba inconclusa.
La tos interrumpió nuevamente. Alcé los ojos y me quité los lentes. Afiné la mirada y lo distinguí. Me levanté y lo retiré del estante. Volvió a toser ahogado por el polvo que lo cubría. Sacudí su lomo, quité la tierra de su tapa de cuero, lo abrí, y él, carraspeando un poco, comenzó a hablar.
Las palabras negras que pronunciaba se despegaban del papel color olvido y susurraban en mi mente con la voz de los recuerdos y una antigua sabiduría.
Acurrucado en mis manos y entrelazado en mis dedos continuó hablando hasta el anochecer. Su voz era clara, con el timbre diáfano de una tarde soleada de invierno.
Mientras lo escuchaba en el más insólito de los silencios, sonreí. Me sentí feliz en la penumbra y su compañía.
Se quedó mirándome con ese punto final que hacía mucho tiempo me había entristecido. Ahora no, en este momento me invade un placer exquisito. Será quizá porque esta vez fui yo el elegido.

La manzana

La aridez se apoderó de los campos y las tierras. El verde es un color apenas recordado en el olvido de una pared o el retazo de una tela descolorida.
Hace años que la abundancia se fue destiñendo. El siena domina sin haberlo pretendido. Los aromas se mimetizaron con el polvo y el sabor se concentró en unos pocos minerales sobrevivientes.
Los huesos son parte del paisaje y solo caminan unos pocos niños.
Las pisadas se van enredando. Buscan lo que no saben, porque todo fue encontrado, o no se encuentra más de lo que existe, y esto, no es suficiente.
Recorren las ruinas conocidas, una y otra vez, descansan bajo las mismas sombras, arden bajo la misma desidia, andan, siempre andan.
Es de noche, la luna se hizo amiga, allá tan lejos, y sin embargo, es la más cercana compañía.
Conversan mientras los ojos se entretienen con el brillo de las estrellas y las manos acarician la tierra seca y fría.
Los dedos del más pequeño rozan los bordes de una cerámica enterrada y sin pensarlo, con las uñas va escarbando la superficie. Bordea la redondez de un viejo cuenco, tan marrón como su tumba, clava los dedos en el centro y se topa con la superficie lisa y lustrosa de un rojo nuevo, estridente y suavemente sensual.
Presionó con fuerza y retiró la yema humedecida. Impulsivamente se llenó la boca de un efímero sabor dulce. Sus compañeros se arrodillaron y excavaron con avidez hasta que sacaron a la luz blanca de la luna una vasija que contenía milagrosamente una manzana en perfecto estado.
Ante los ojos atónitos la marca de la huella del niño fue desapareciendo. La piel tersa del fruto que alguna vez fuera prohibido se les presentaba espléndida.
La boca se les hizo agua conteniendo el mordisco que cada uno retenía entre los dientes. Ninguno se animó a morderla, ninguno dijo porqué.
El mayor pensaba utilizar las semillas para sembrar, pero la falta de agua lo acobardó.
La niña, un poco menor, no salía de su asombro y la dominaba la idea de guardarla como amuleto, o pieza sagrada dado que lo que había visto era sin duda un milagro.
Los dos más pequeños, para quienes el mañana no es un día y el ayer se va sin avisar, solo esperaban el momento en que pudieran trozarla para llenarse del néctar que la fruta les prometía. Miraban el rostro de los otros chicos con los ojos repletos de la pregunta: “¿podemos?”
La niña se conmovió del hambre y el mayor dio su consentimiento aceptando la infertilidad de los suelos.
Las manos la alzaron y cerrando los ojos clavaron los dientes en la pulpa que derramó sus gotas en las mejillas sedientas.
Volvieron a morder ciegos de placer, el sabor los inundaba. Una vez más hincaron los dientes, ahora con los párpados cerrados como para no revelar el misterio que cada uno sospechaba. La fruta debía ser sagrada, porque los milagros eran siempre prodigios divinos.
Aun satisfechos no se animaban a abrir los ojos… ¿y si desapareciera? ¿Y si dejamos de morder y se esfuma? ¿Seguirá creciendo la pulpa? ¿Y si es un sueño compartido y desesperado?
Como si lo hubieran planeado, cada niño comenzó a disminuir el tamaño del bocado para no hartarse, y no perder, quizá para siempre, este manjar.
El mayor de ellos, comprendiendo lo que ocurría, abrió los ojos viendo las expresiones de éxtasis de los otros niños y cómo la manzana regeneraba la pulpa con un generoso e interminable afán de saciarlos. ( gesto de grandeza)
Mientras ellos continuaran, sospechó que no habría nada que temer. Entonces, aprovechando los mordiscos, con la velocidad propia de la determinación, metió los dedos en la carne blanca y extrajo las semillas del corazón del fruto.
Vio cómo la fruta cubría la cicatriz que le imprimió y a los chicos que aún sorbían gotas del jugo en cada minúsculo mordisco.
Se tomó su tiempo para enterrar las semillas. Buscó alrededor el lugar que le pareció más apropiado, con un poco de sombra para evitar la evaporación del poco riego que pudiera suministrarle, y lo suficientemente cerca para cuidarla.
Las dispuso prolijamente y señaló el lugar con un par de ramas secas. Unos pocos pasos lo unieron a sus compañeros. La luna, que ya estaba diciendo adiós, tomó un color rojo intenso, extraño, que enseguida escondió tras el horizonte blanquecino de la madrugada. Sin prisa, el niño cerró sus ojos, tomó la manzana que aún sus compañeros sostenían y dio su mordisco. El sabor dulce le dibujó una sonrisa de satisfacción y apresuró otro bocado. Sus dientes se clavaron en la pulpa escasa. Frunció el ceño y lo intentó de nuevo. En ese momento percibió el gimoteo del más pequeño. Abrió los ojos y vio a los niños de mirada humedecida y expresión de desencanto sosteniendo un corazón de manzana que lentamente se oxidaba vistiéndose con el color del monótono paisaje.
Nadie entendía qué había ocurrido. Nadie quiso preguntarlo. Sólo el mayor pudo hacerse de una duda. La niña vio apenas el temblor de los párpados de su compañero, pero con la certeza de la fruta acabada, tomó entre sus brazos a los más pequeños, los besó con ternura en la frente, e hizo lo que único que podía hacerse. Con las manos de los niños entre las suyas, se levantaron y empezaron a andar.
Los días y las noches, hicieron a su vez lo que debían hacer, sucederse.
Seguían recorriendo las mismas ruinas, descansando bajo las mismas sombras, ardiendo bajo el mismo sol, andando, siempre andando.
El mayor de ellos perdía fuerza y compostura. La niña no llegaba a secar las lágrimas de su compañero que caían deslizándose siempre entre las mismas ramas secas. Sólo lo abrazaba y lo instaba a seguir. Sabía que cada uno de ellos era parte del milagro de que los otros continuaran vivos. No podían desfallecer, abandonarse o flaquear. Debían seguir buscando aquello que no encuentran, tampoco saben si tiene existencia real, pero la búsqueda era el único sentido que podían darle a cada pisada sobre los caminos ciertos o indecisos.
Una de las tantas noches, mientras las cabezas de los más pequeños descansaban bajo la inmensidad de las estrellas, la niña acariciaba la mano del mayor de ellos. Estaba agotado y extremadamente sediento. Con un hilo de voz y protegido por la oscuridad de una noche sin luna, habló con ella por primera vez de las semillas. Se imaginaba las tantas preguntas que le haría y para la cual solo tenía una vaga respuesta, una paradoja entre la desesperación y la esperanza. El hilo de voz se deshizo hasta que quedó sin aliento. Las manos de ella apretaron el perdón que él necesitaba para despedirse en paz. Las lágrimas de la niña no se detuvieron, ni aún ante los ojos de los pequeños que se acercaron a su espalda. Giró sobre sí, los rodeó con sus brazos. Uno de ellos lloró con ella mientras el menor acariciaba sin consuelo la tierra fría y unas ramas secas. Sus dedos tropezaron con un verde nuevo, brillante, prometedor y tierno.