En la penumbra, una
lágrima sostiene el atardecer y la sangre comprime el último gemido del temor.
Resalta en el césped un ángel amarillo, coronado con el tejido de quien lo supo
distinguir.
Camino en el gris adverso
de la duda, y sólo por un instante, él se acerca y me mira con esos ojos que no
entiendo, pero que cantan hundidos en las ramas de mis tardes, o besando la
mañana que, curiosa, se refleja en los árboles que señalan mi ventana.
La cita es allí donde la
sombra es verde y el agua clara. Los testigos andan con su certeza pincelada en
tonos marrones, algunos naranjas. Entre las sombras, la rosa se destaca vestida
de rojo, su hermana, de piel aterciopelada, le sonríe, cómplice de las que
crecen tan tersas como rosadas.
Ninguna de ellas me habla,
ni percibo si beben del agua de mi tierra. Pero en sus pétalos, que se ofrecen
múltiples y sedosos, con la ternura de una madre y la simplicidad de una
semilla que supo ser, me abandono en quien me obsequia esta maravilla sin
pedirlo.
Detrás del gris de la
llovizna, la serenidad pronuncia mi nombre.