Le dije a Miguel que estaba equivocado. Me miró con una expresión
insípida, propia del desinterés, el aburrimiento, y el hartazgo. Quise insistir,
el tema lo valía.
Hoy, estamos junto a la cama. El monitor, con su lenguaje rítmico
nos asegura que aún respira. Los párpados entornados, apenas lívidos, los labios
casi besando un tubo que se sumerge en la soledad más profunda, allí donde
hubiera querido llegar para decirle sin palabras que lo amo, acariciar su alma,
abrigar su espíritu y atarlo a la vida que se le escapa.
Levanto la mirada y lo veo. Los ojos se le desbordan de lágrimas y
de silencio. El también recuerda aquella noche en la que no quiso discutir,
cuando mi opinión era una mera repetición de trivialidades…no olvida que con su
fastidio calló mi advertencia y que su cansancio fue cómplice del silencio. Dejó
que se fuera, que se ahogara en el desenfreno. Ambos lo sabemos. Pero no tienen
sentido las preguntas, cuando la respuesta yace luchando por su vida.
Esa noche, mi hijo fue atropellado por el alcohol y la furia.
Esa noche, Miguel se fue a dormir balbuciendo hastío tras mi
advertencia.
Esta noche, somos otros…