Tenía la caja
apoyada en su regazo, y entre los nudos de sus dedos se deslizaban medallas,
cadenitas, papeles ilegibles, posiblemente entradas al Teatro del siglo pasado,
algunos botones, un prendedor de oro, y en el fondo se escurría un par de
guantes de encaje amarillos de soledad.
Sus ojos,
parcialmente velados, se hundían en cada una de las cosas mientras sus labios entreabiertos
dejaban libres a los suspiros.
Faltaban aún un
par de días para cerrar definitivamente la casa. Las habitaciones desnudas no
soportaban más el frío y la pintura de las paredes se descascaraban pidiendo
clemencia. El patio invadido por una madreselva descontrolada olvidó sus rasgos
pintorescos y la algarabía de las reuniones familiares.
Si bien la
decisión fue difícil, el tiempo tomó fuerza en el asunto y obligó a una
determinación.
Ella lo sabía
tan bien como nosotros, imaginamos el dolor punzándole el alma y la memoria. Supusimos que su silencio era un recorrido por
los trozos de historia que los objetos encerraban en su pequeñez. No la vimos
llorar. Sólo acariciaba una y otra vez las piezas que sacaba de la caja para
luego dejarlas caer nuevamente en ella.
Pasó más de una
hora. El tiempo parecía haberse detenido. Una sonrisa muy íntima acompañó el
gesto de cerrarla con una llave minúscula. Extendió su brazo y me entregó la
caja. La llevé donde aún estaba abierta la maleta enorme, de cuero rígido, en
la que acomodábamos su ropa, la que iba a usar. – No, no ,no – la escuché
decir. La miré extrañada. – Quemala – me dijo con voz determinada, casi
impropia de su fragilidad.
Quemala, -
insistió - Lo que necesito, ya me lo
puedo llevar, y dejemos que el viento se haga cargo de las cenizas.