jueves, 16 de mayo de 2013

Cerrojos


Subí los escalones descalza y temblando. La puerta cancel puso fin a mi carrera. La mirada insidiosa y el gesto violento quedaron detrás del hierro patinado. Y mi vientre virgen, sudorosa mi piel apaciguando las lágrimas.
Desde aquella tarde, que recuerdo abrigada por un sol tibio y brillante, cayó un velo que rasgó toda luz, pues ya no hay mañanas que atraviesen mi ventana. Aburridas las tardes se alejaron para siempre. La enredadera se hizo dueña de pestillos y picaportes. Vestida de verde intriga a los vecinos, en tanto sus venas tejen mi silencio. Ella creció, y yo me acomodé. Como el miedo.

Cuando cedí...


Se tendió ante mí y bajó su cabeza. Le dije: No soy santa y menos vírgen como para que te reclines. Besó mis manos como sólo él sabe hacerlo y en sus ojos se instaló la súplica.
Estaba decidida a no ceder. Hace tiempo aprendí a darme el lugar que desde siempre habría de ocupar. Y él, no iba a invadirlo.
Lo conocí en una noche extremadamente solitaria. Desde que atravesó la puerta y compartimos a la luz de una vela el único pedazo de pan sobreviviente de la caridad, no nos separamos. Pero siempre manteniendo una distancia, típica de mi orgullo, propia de su humildad. Llevamos ya algún tiempo aprendiendo a interpretar nuestros lenguajes, en algún punto tan diferentes, y a poner palabras a nuestros silencios. Y si bien comemos juntos y nos acompañamos, él duerme sobre una colcha vieja y yo, sobre el camastro que recogí hace años en un baldío.
Esta noche, el invierno enfría la baldosa y humedece la sábana.
Me recuesto. El mira. Tiembla y se estremece. Soplo la vela, la de siempre, y la oscuridad borra su mirada, aunque no puedo dejar de percibir su ruego. Mis manos también tiemblan de frío. Acerca su aliento tibio. Le acaricié la cabeza y aparté la sábana.
Feliz se acomodó a lo largo, movió la cola y me lamió la cara.

De un viaje...


De repente fui tan mínima. Toqué mis manos y las sentí como siempre. Mi barrio no se distinguía, la ciudad era un dibujo, luego un croquis, tal vez se hizo punto y desapareció. ¿Podía estar allá en la nada la perra ladrando a los insectos? Qué ridículos se vieron los metros, y cuan minúscula era la tierra de mis sueños. ¿Tan pequeña es mi ilusión, tan poco abarca la vida?
Y en los brazos de lo nimio atravesé una línea. Todo es blanco. Todo es cielo. El sol no encuentra refugio. Me tienta la suavidad de las curvas. Si parece que la recta ha fallecido. La luz corre libre, nos abarca, nos dice sin disimulo. Observo por el rabillo hacia mi derecha. El hombre duerme. Giro la cabeza y en la izquierda me sumerjo. Percibo paz. ¡Será éste el paraíso?

Demasiada noche


Hace más de hora y media que está hablando de sus logros,  de los de su marido, de los de sus hijos, y doy gracias que no ha parido demasiado.
Claro que no parece ser una persona orgullosa o que cree que su familia es la personificación de la genialidad, no. Porque tras cada conquista narrada enumera con exacerbado detalle cada una de las complicaciones, obstáculos y dificultades que tuvieron que ser heroicamente superadas. El marido sostiene una sonrisa entre estática y plástica. Totalmente indefinido. El bebe café, como mi esposo, que escucha con cordialidad a la mujer de su nuevo compañero de trabajo.
Mientras bebo el té y percibo el aroma de la calma, pienso en mí, si tuviera que atravesar sólo dos de las circunstancias que describe, ya estaría agotada, frustrada, o tirada en algún rincón de la casa suplicando una terapia.
Me pregunto qué gesto de cortesía nos llevó a invitarlos a cenar.
No creo que valga la pena preguntarme porqué, más vale quisiera idear cómo hacer en el futuro para evitar cualquier tipo de encuentro, por más casual y mínimo que sea. Pensar me distrae. Observo la taza de té que está frente a ella. Debe estar casi helado. Agradecida voy a la cocina y le preparo uno caliente. Con una mirada casi pueril aprueba la generosidad del gesto y lo bebe de un sorbo. …. sigue y sigue hablando, nos vuelve locos, hasta el marido colgó definitivamente de la comisura de sus labios la curvatura de una sonrisa sin sustancia.
La letanía continúa, demasiados éxitos, demasiadas dificultades, demasiados, muchos demasiados para una noche que parece interminable.
Me levanté nuevamente. Percibí los ojos de mi marido hundiéndose en mi espalda, absolutamente convencida de que me suplicaba que volviera con una excusa creíble. Algo así como tener que salir de casa por alguna emergencia.
Pero no fue necesario. Desde lejos observé la piel de su rostro. La palidez iba ganando espacio entre sus gestos hasta que se desmayó.
El marido sobresaltado se deshizo en disculpas. La llevó en sus brazos al auto y partieron con urgencia al hospital más cercano.
Espero no haberle puesto demasiado…

Gestos


Adoro la noche
porque la oscuridad
devora tu perfil y las manos inquietas.
Aunque la palabra se repita incesante
y la queja abarque todo espacio,
elijo ese desborde que retumba en el oído.
Sombrío el velo oculta
esos ojos agitados por la furia,
la mueca desdeñosa de los labios
y el acoso de tus gestos. 

La mañana diferente


Me sorprendió la nota. Estaba escrita en lápiz en un papel de cuaderno, apoyada entre la taza y la cafetera. Todavía el reflejo del sol no entraba por la ventana, aunque la claridad rebotaba en las paredes de la cocina. Fui a buscar las lentes. Tomé el papel con una mano y con la otra me serví el café. Aquella tembló, y ésta, distraída, derramó el líquido sobre la mesa.
Apenas pude sentarme. No pensaba, no sentía. Desapareció el entorno. El mundo se había vaciado de repente y la piel tensa deseaba ser ajena. Los ojos borroneaban unas letras ahora desconocidas, aquellas que en las mañanas se habían enlazado con ternura, y que hoy, bajo este sol tibio, nuevo como nunca, garabatean una despedida, osada y cruel, cobarde y ladina.
No hubo tiempo para el llanto, si hasta la lágrima sufrió el desgarro. Pero las manos se crispan, y en los nudillos se acuna la sangre herida. El tiempo robó dolores y atesoró castigo.
Desde algún día, se perpetuaron las mañanas sombrías.
Por la ventana, ahora no entra nunca el sol, la claridad se enreja en las paredes y un poco más allá, yace la llaga, mi sentencia, y su olvido.

Despertar


Las hojas recogen
la madrugada tibia entre sus nervios,
y traslúcidas se hacen cómplices
de un sol que por ahora se adivina.
Detrás, el azul se agrisa
como el óleo en la paleta de un artista.
Y se deja hacer,
mientras el viento agita el aroma de las flores vírgenes.
Pero nada es sin el canto memorioso.
Entre el misterio de las ramas nace una melodía.
El silencio se aparta
Y así me reconozco viva,
entre tus brazos y tu aliento,
aun dormido.