Había sido un
día entrañable, frío, diáfano, el jardín sereno, los pájaros yendo y viniendo
de la rama al césped, besando rasantes el espejo de agua. La serenidad se hizo
parte de mí. Cuando el crepúsculo se llevó la luz, entré y dejé la ruana
recostada sobre el sillón. Encendí el farol de noche y puse las manos a
trabajar para preparar la cena. Lo ví pasar entre la heladera y la puerta. Giré
con rapidez la cabeza pero ya no estaba. Cortaba verduras en trozos pequeños
cuando nuevamente se deslizó pasando a mi lado y deshaciéndose en la escalera.
La tercera vez,
estaba parada frente a la cocina revolviendo el contenido de la olla y apenas
percibí su paso atravesando la mesada.
En ese mismo
momento, apoyé la cuchara de madera y analicé una a una las sombras. Se
agitaban, sí, de pared en pared, de plano en plano, pero no se trataba de
ellas.
Estaba tan
tranquila que tuve la certeza de que no era una mala jugada de los nervios.
Entonces, ante la evidencia del misterio pregunté: - ¿Quién sos?
Esperé unos
minutos. - ¿Quién sos? – repetí - Te vi
pasar. – insistí.
Corrió por
detrás del vidrio de la puerta– Ahí estás. ¿Quién sos? - Alcé la pregunta por
encima de su silencio.
Quien sos? – fue
la pregunta que jamás obtuvo respuesta. Si tenía voz, se la calló el silencio,
pero su presencia fue suficiente. Suficiente para no dudar, suficiente para no
entender. Apenas lo necesario para sabernos uno y otro iniciando una
convivencia propia de relatos de fantasía o novelas de ficción.
No se porqué me
eligió, tampoco intuyo qué le aporto o para qué le sirvo. Pero no se va. Y a
mí, me llena la soledad.