lunes, 30 de septiembre de 2013

Con el corazón en la boca

Las palabras golpearon duramente contra las paredes y su sentimiento. Ahogado, sin articular respuesta, el cariño atinó a salvarse navegando entre lágrimas aferradas al silencio, como siempre.
Los sonidos que alguna vez la ternura de una maestra enlazó para que él la llamara, ahora se crispan y estallan como cristales que la lastiman.
En su corazón de madre, transparente, se ven reflejados los agravios. Perdona, mira, ruega. Sabe que la boca que habla está llena de veneno, de alcaloides secretos prometiendo fantasías, cosechando quimeras, avatares que la socavan, pero que no han de destruirla. Porque en esa misma boca batallará con su cariño, con el alma, con la vida, hasta dejarla limpia.



La huida

Comenzó caminando rápido, más rápido que lo habitual. La gente en la calle le dejaba paso, tal vez creían que andaba apurado sabe Dios por qué justo motivo.
Luego, cuando calculó una distancia prudencial, aminoró la marcha restableciendo el ritmo del aire que entraba en sus pulmones casi a bocanadas. Se ajustó la campera y percibió con sus dedos largos el bulto en el bolsillo izquierdo. Sintió cierto placer que se le enredó con un tanto de miedo. Giró la cabeza bruscamente. Luego se arrepintió pues un hombre prestó atención a su movimiento repentino. Pero con rapidez y un aire distraído alzó el cuello como si buscara algo, dio media vuelta y continuó andando. El hombre frunció el ceño y sin prisa, persiguió sus pasos.
Dándose cuenta, tocó el bolsillo izquierdo y se sintió sospechado, lo que lo llevó a andar más ligero mientras sus manos se humedecían de nervios y su nuca tensaba el miedo.
No volvería a cometer el mismo error. No espiaría a sus espaldas. Decidió avanzar. Nada lo detuvo hasta que el mismo sol se aburrió de iluminarlo. La sed y el cansancio esperaban pacientes a que tuviera conciencia y los atendiera de una vez. Pero la sombra lo seguía. ¿La suya? ¿La otra? Se aseguró de no volver a correr el riesgo, no miraría atrás aunque la duda persistiera. Y así lo encontró el olvido, huyendo de la sombra.





La sombra

A medida que la noche se asentaba, la hendija de la puerta comenzaba a brillar reflejando la luz del umbral. Una vez que terminé de lavar los platos y me serví un té caliente, me senté a la mesa con las páginas para ordenar. Mañana temprano pasaría el editor a recoger el manuscrito.
Coloqué el farol antiguo sobre la mesa. La luz tenue y cálida creaba en la habitación la intimidad y la concentración que necesitaba. Las paredes se escondieron tras las sombras que dibujaban los rayos detenidos por las formas cotidianas.
Comencé a separar los capítulos. Algo me llamó la atención y dirigí la mirada hacia la puerta. No fue un sonido, aunque permanecí alerta en silencio. Nada ocurrió. Continué.
Pasaba las páginas recordando los momentos inspiradores, las horas de corrección, la alegría y el cansancio. Otra vez. Advertida la percepción, ahora distinguí con claridad una sombra interrumpiendo el haz de luz en el vano de la puerta. Supuse la presencia de alguien. Esperé que sonara el timbre. Silencio. El reflejo se acomodó de nuevo.
Comencé a apilar en orden las hojas cuando vi otra vez la sombra. Ahora permanente, deja apenas unos trazos de reflejo intermitentes. Quedé inmóvil. No me animé a preguntar. El silencio reinaba tanto afuera como adentro. Me reconocí con miedo. Era tarde. Decidí llamar a mis vecinos, o a la comisaría. Con cautela me levanté para buscar el teléfono. Las sombras en la pared se movieron. Me confundí. Trastabillé con la mesa, cayó el farol con estruendo. Aplastada mi cara en el suelo escucho el aullido desgarrador de un gato que se aleja.



El juego

Tuvo que hacerlo. Hizo lo posible para evitarlo, de la misma forma que quiso corregirse.
Le recordaba las fiestas en las que hacían resplandecer el comedor y el salón de su casa. Aún olía el vinagre con que manos toscas los enjuagaba dejándolos impecables y brillosos, luciendo la escena en la campiña pintada a mano.
Se veía pequeña frente al aparador de nogal que como una nodriza robusta los protegía y a su madre  con una sonrisa acomodarlos en los estantes forrados con un paño delicado.
Cómo olvidar la última mirada con la que le dijo que lo cuidara, que era todo suyo y que lo siguiera disfrutando como ella lo había hecho.
Disimuló el nudo en su garganta frente al mostrador de la casa de empeño.
El antiguo juego de vajilla la despidió hermanando su brillo con el cristal de su amargura. Cobró.
Esa noche tenía la esperanza de recuperarlo. Apostó de nuevo. Perdió el juego.

Huir de mí

Nadie puede. Nunca se pudo. No puedo salir de mí. Y aún si logro cambiar algo, no dejo de ser yo. Quise cortar mis manos, mis pies, olvidar mis piernas y hasta desenroscar mi cabeza…mudar de piel, y andar otro suelo donde marcar huella. Intenté todo, aún lo impensado, incluyendo disparates que algún novelista insano pudiera haber imaginado en el más fantástico de sus relatos. Y aquí estoy, sin cambios, soy yo, y nunca dejaré de serlo.
Ni aun la muerte me borra. Porque he muerto, no una, sino cientos de veces, con más o menos deudos que me lloren, una y otra vez, y sigo así, yo, con este ser que no huye a pesar de mis intentos. Cómo deshacerme de mí si esta mísera palabra me pertenece, me nombra, me dice, me atrapa y me encierra. Sólo a mí.

martes, 3 de septiembre de 2013

De un punto de luz en la oscuridad

Lo vieron al mismo tiempo. La presión en sus manos entrelazadas fue signo suficiente. Así como el silencio en sus labios sueltos por el impacto de la sorpresa.
¿Es ésta la muerte? ¿En esta inmensa oscuridad transita lo eterno? ¿No habían aprendido que Dios es Luz? Quizá no los habían engañado y ese destello brillante y mínimo era el Dios aprendido. Nunca imaginaron que podría ser tan pequeño y menos que duraría tan poco.
Porque están absolutamente seguros que en esta profunda negrura sin límites ni espacios, ni suelos ni cielos, vieron los dos un punto de luz.
Están convencidos que aún sin detectar dirección alguna, y girando sus cabezas algo marchitas, una y otra vez, recorriendo ángulos agudos y obtusos,  llanos y completos, por ninguna parte si es que aquí hay parte alguna, lo vieron de nuevo.
Decidieron no soltarse, por si así permanecieran para siempre, que fuera con la piel de uno entibiando la del otro. Y si los ojos quedaran ciegos de aburrimiento, percibirse juntos, aún callados y temblando.
Porque así vivieron, así viajaron, así están aquí, y así quieren seguir, juntos.
Y si ese punto de luz que se les escapó prefiere no volver, saberse ellos así de unidos, en esta ausencia de espacio, en  este vacío.
Fue entonces cuando una noche virgen dio a luz en la oscuridad.
Fue entonces cuando el niño lloró a sus padres frente a una nueva estrella.

domingo, 1 de septiembre de 2013

El druida

El viento detiene el paso de la mula. Los pies terrosos y helados marcan la huella lenta en el sendero solitario. Va con la carga de frutos que dará por pan o leche. Yrian había partido con tiempo para llegar a la feria. Hace tres días camina, van dos noches de luna, y en otras horas de sol espera ver polvo a lo lejos que le señale el destino.
La tormenta le cobró horas, como un recaudador presto para cosechar miserias. Pero fue un sol tardío, corriendo tras la muralla de piedra, el que lo vio llegar sin recibirlo.
Las antorchas y los fuegos se hicieron lugar entre el bullicio. Algunas alforjas con telas, panes y frutas se acomodaban alrededor junto a los odres de buen vino. Desde algún rincón una flauta arrancó del aire una melodía mientras los animales de ojos tristes parecían dormirse.
En los rostros cansados y agrietados intentaba asomarse una sonrisa, tan esquiva en la vida de los campesinos.
Pero por esta noche, la libertad se sugería. Quedaría prendada de un breve intercambio casi furtivo apenas iniciada la madrugada, y antes del sol del mediodía debía quedar vacía la tierra apisonada. Algunos pocos, podrían emprender el regreso con algo más que frutas, pan y leche, otros, en cambio, pagarán un tributo, y llegarán a sus tiendas con un tanto de avena como para una o dos gachas que saciarán el hambre por un día.
Así emprendió Yrian el regreso. Con medio saco de avena colgando del lomo de su mula.
Otra noche helada bajo las estrellas como guías. Pasa un día y aún está lejos el caldero vacío. La tierra se adhiere a los pies y a las patas. Desde el polvo arremete la mordida. Trastabilla la mula, y él ataja entre sus brazos la carga.
Cae el animal, dolientes sus ojos y ponzoñosa la herida.
Yrian lo ve, lo supone, lo acepta.
Apoya sobre sus hombros la bolsa, y sigue el camino. Los pies desnudos se acostumbran. Avanza por el sendero que sin querer se ha hecho más largo, más duro. Llegada la hora donde las sombras son largas, ve a un anciano sentado a la vera. Su mula, liviana y flaca se alimenta de la poca brizna que crece cerca de la orilla.
Cuando pasa delante, el anciano levanta su cabeza y lo escudriña. Yrian reconoce el misterio en la mirada. Siente miedo. Se detiene perturbado por los ojos extraños. El anciano inclina su cabeza señalando su mula, ofreciéndosela sin que medie una palabra. Con la espalda curvada y sudorosa, el campesino mira al animal flaco, y luego al anciano, con sus huesos asomando bajo la tela. Quien de ellos necesita más del otro, se dijo en silencio, así fue que, aún sabiéndose débil, agradeció el gesto y los dejó atrás.
Unos metros más adelante, cayendo de bruces bajo la carga, dudó un instante y dirigió su mirada atrás para pedir ayuda al viejo.
El camino estaba completamente vacío. Sólo estaban marcadas sus huellas, y no se veían nubes de polvo que señalaran por donde andaban el anciano y su mula.
Conmovido se levanta y apresura el paso. Ve caer por un orificio del saco granos de preciada avena. Cubre con su mano la herida de tela, y sigue andando. Se le van las fuerzas, el plato vacío, la noche vuelve, el frío, el miedo, tiembla, y nuevamente cae, cae sobre la avena. La tierra lo abraza.
El viento llega con fuerza, lo despierta. La noche ya no es tan negra. Le duele el cuerpo, y entre las ráfagas advierte un rebuzno. La mula lleva colgando de un lado un saco entero de avena, y del otro, leche, miel y frutos secos.
La silueta del viejo se recorta en el crepúsculo, cuando las sombras apenas se dibujan, desde el fondo de la capucha todos los ojos se encuentran. Y en ese mismo instante, el crepúsculo se lo lleva.
Llega Yrian a la tienda. Esta noche en su casa habrá fiesta.