El viento detiene
el paso de la mula. Los pies terrosos y helados marcan la huella lenta en el
sendero solitario. Va con la carga de frutos que dará por pan o leche. Yrian había
partido con tiempo para llegar a la feria. Hace tres días camina, van dos
noches de luna, y en otras horas de sol espera ver polvo a lo lejos que le
señale el destino.
La tormenta le
cobró horas, como un recaudador presto para cosechar miserias. Pero fue un sol
tardío, corriendo tras la muralla de piedra, el que lo vio llegar sin
recibirlo.
Las antorchas y
los fuegos se hicieron lugar entre el bullicio. Algunas alforjas con telas,
panes y frutas se acomodaban alrededor junto a los odres de buen vino. Desde
algún rincón una flauta arrancó del aire una melodía mientras los animales de
ojos tristes parecían dormirse.
En los rostros
cansados y agrietados intentaba asomarse una sonrisa, tan esquiva en la vida de
los campesinos.
Pero por esta
noche, la libertad se sugería. Quedaría prendada de un breve intercambio casi
furtivo apenas iniciada la madrugada, y antes del sol del mediodía debía quedar
vacía la tierra apisonada. Algunos pocos, podrían emprender el regreso con algo
más que frutas, pan y leche, otros, en cambio, pagarán un tributo, y llegarán a
sus tiendas con un tanto de avena como para una o dos gachas que saciarán el
hambre por un día.
Así emprendió Yrian
el regreso. Con medio saco de avena colgando del lomo de su mula.
Otra noche
helada bajo las estrellas como guías. Pasa un día y aún está lejos el caldero
vacío. La tierra se adhiere a los pies y a las patas. Desde el polvo arremete
la mordida. Trastabilla la mula, y él ataja entre sus brazos la carga.
Cae el animal,
dolientes sus ojos y ponzoñosa la herida.
Yrian lo ve, lo
supone, lo acepta.
Apoya sobre sus
hombros la bolsa, y sigue el camino. Los pies desnudos se acostumbran. Avanza
por el sendero que sin querer se ha hecho más largo, más duro. Llegada la hora
donde las sombras son largas, ve a un anciano sentado a la vera. Su mula,
liviana y flaca se alimenta de la poca brizna que crece cerca de la orilla.
Cuando pasa
delante, el anciano levanta su cabeza y lo escudriña. Yrian reconoce el
misterio en la mirada. Siente miedo. Se detiene perturbado por los ojos
extraños. El anciano inclina su cabeza señalando su mula, ofreciéndosela sin
que medie una palabra. Con la espalda curvada y sudorosa, el campesino mira al
animal flaco, y luego al anciano, con sus huesos asomando bajo la tela. Quien
de ellos necesita más del otro, se dijo en silencio, así fue que, aún sabiéndose
débil, agradeció el gesto y los dejó atrás.
Unos metros más
adelante, cayendo de bruces bajo la carga, dudó un instante y dirigió su mirada
atrás para pedir ayuda al viejo.
El camino estaba
completamente vacío. Sólo estaban marcadas sus huellas, y no se veían nubes de
polvo que señalaran por donde andaban el anciano y su mula.
Conmovido se
levanta y apresura el paso. Ve caer por un orificio del saco granos de preciada
avena. Cubre con su mano la herida de tela, y sigue andando. Se le van las
fuerzas, el plato vacío, la noche vuelve, el frío, el miedo, tiembla, y
nuevamente cae, cae sobre la avena. La tierra lo abraza.
El viento llega
con fuerza, lo despierta. La noche ya no es tan negra. Le duele el cuerpo, y
entre las ráfagas advierte un rebuzno. La mula lleva colgando de un lado un
saco entero de avena, y del otro, leche, miel y frutos secos.
La silueta del
viejo se recorta en el crepúsculo, cuando las sombras apenas se dibujan, desde
el fondo de la capucha todos los ojos se encuentran. Y en ese mismo instante,
el crepúsculo se lo lleva.
Llega Yrian a la
tienda. Esta noche en su casa habrá fiesta.