martes, 29 de octubre de 2013

El patio de la casa

Las glicinas desaparecían perfumando el aire
y la nostalgia de la casa de los abuelos.
Si ella estuviera con su vestido claro y su delantal oscuro,
cada uno de nosotros se llevaría entre las manos un ramo fresco
para retener el recuerdo del domingo compartido.
Si sus dedos se enredaran como siempre en la tierra,
dibujando surcos según el capricho de la artrosis,
y sus labios hablaran los secretos que solo ella y las flores escribían,
el patio no se hubiera muerto en el fondo de la casa
y en la trastienda de nuestra memoria.
Si ella extendiera el mantel a cuadros sobre la mesa bajo la parra,
las voces no hubieran sido sepultadas en el fondo de nuestro silencio.
El sol ya no viene a reflejarse en sus ojos
cuando la tarde recoge migas para las calandrias.
El patio se oscureció en el fondo de la casa.
El patio del fondo se me vino al alma.







martes, 22 de octubre de 2013

poema 2

El llanto rompe con estridencia el descanso nocturno.
La inocencia de la mañana se estremece con el grito
y los gemidos interrumpen el devenir de horas vacías.
El hambre nunca es silencio…
se la calla. 



poema 1

La tarde se adormece bajo el sol
despidiéndose en la ventana.
Las flores se mecen y el limonero perfuma la brisa.
Silencioso el césped se abandona
y desde el aguaribay,
la primavera grita a viva voz en el pecho de un zorzal.
Su canto permanece entre las sombras diluidas.
En tanto,
un alma llora, el niño duerme
y Dios, amasa un nuevo día.



miércoles, 9 de octubre de 2013

la voluntad y el destino

Falta una hora. El espacio permanece vacío. La hora se adelanta como el trazo ligero de sus plumas. Los veo detenerse, mirar hacia el techo y continuar. Mi cabeza sigue tan vacía como el espacio. Solo se llena de presente, del ahora, ni siquiera de lo que fue o de lo que podrá ser. Entonces me pregunto si hay ideas corriendo bajo sus melenas prolijas y onduladas. Qué relatos escudriñan detrás de sus lentes gruesos de armazones oxidados. Ahora permanecen con los ojos clavados, semiocultos bajo sus párpados somnolientos, o aburridos. Miran y tocan el espacio, lo giran, lo transitan, y yo, vacía. Ellos son los señores de la tinta, los que aparecen en fotografías, los que escriben su nombre en los espacios llenos de halagos y colores. Mi espacio es negro, o ¡sigue vacío? No hay voluntad que desvíe la de mi destino. 



Amor en letras

Otra vez se hizo de noche. La luz se detuvo señalando el teclado de la computadora. Los dedos apoyados entre la “a” y la “ñ” continúan inmóviles. La protagonista sigue esperando. ¿Debía correr hacia la izquierda?   ¿Permanecería estática y temerosa? ¿La salvaría un transeúnte ocasional?  Desde el mediodía que está con la cabeza mirando hacia atrás, cuando el autor decidió que ella percibiera a sus perseguidores. Ya le duele el cuello, y el sol que no avanza en este párrafo inconcluso le hace sudar la nuca. Con el rabillo del ojo espía hacia afuera. Ve la mano del escritor quieta. Le grita, pero las letras no le hacen caso y así como estaban, quedan.
 – Despabilate! protesta otra vez con voz inaudible para todo aquel que está fuera de escena. Nada cambia, ni la luz de la lámpara, ni el silencio, ni la inmovilidad de los dedos. Entonces, toma la decisión, arrancándose una a una las letras, borrando de su piel cada trazo, partida de dolor y aferrada a una convicción atraviesa la pantalla.
-          ¿Qué hiciste? - exclama el escritor frente a la silueta que lo encara.
Ella lo mira un poco sorprendida. Se lo había imaginado tan distinto. No tiene el pelo cano como suponía, y la mirada tan verde la cautiva. No es joven, parece tener la edad en que los surcos se esbozan y nos invitan a ser recorridos. Ella le toca el cabello oscuro y la suavidad ondula entre sus dedos.
-          ¿Que haces? – él murmulla sin retirar la cabeza.
No sabe cómo responderle. Apenas le dice: “Estaba esperándote”.
El entonces recuerda que le dolía imaginar que la atacaran, o la lastimaran, o que aquel que podía llegar a salvarla, a quien todos creían un hombre honesto y gentil, bien sabía él que era un asesino. Los demás, los de adentro y los de afuera de las páginas, lo sabrían unas líneas antes del epílogo.
Pero cómo explicarle a ella, tan frágil, tan tierna, tan sí misma.
-          Te estaba esperando mientras me perseguían. Estaba cansada. – le explicó ella, y tan ligera como un suspiro se acomodó en el regazo de él. Ambos quedaron con el rostro iluminado por la luz fría de la pantalla.
-          No quería verte sufrir. No soportaba la idea de que te lastimaran – comenzó a justificarse.
-          Entonces hubieras evitado la persecución y el arrebato –interrumpió ella con cierto tono de evidente conclusión.
-          No podría vivir – susurró él con la barbilla sumergida en la oscuridad del cuello.
-          ¿Qué decís? -
-           Si no hay violencia,- prosiguió con tristeza -  la novela no se vende, si no se toca cierto grado de atrocidad, los editores no encuentran negocio, y yo, necesito vivir.
Con los ojos tan finos como un papel de seda, ella vio bajar sin detenerse dos lágrimas de impotencia.
-          Te quiero tanto – susurró él sin detener el llanto.
Ella se incorporó. Con las manos le secó las mejillas. Y no dudó. Atravesó desgarrada otra vez la pantalla. La tinta punzaba cada uno de sus poros y los hacía herida.
Ella volvió a mirar a sus perseguidores. Supuso los dedos inmóviles. Dio media vuelta y dejó que la atacaran con violencia, para que él viviera.



Computadora

La sala estaba casi vacía. En tiempos cercanos a las fiestas de fin de año, se promovían las altas y sólo quedaban internados los desahuciados. Elisa, con sus huesos amoldados al colchón y su cabeza rala, sostenía entre sus dedos una foto ajada. Bastaba esa imagen para que la comisura de sus labios se marcara entre las arrugas delineadas por el dolor y el sufrimiento. Su San Giovanni, sus calles, sus árboles, su tierra, sus olores…la infancia y su madre, los hermanos. Esa foto parda, recorrida por las venas blancas del tiempo y las caricias, la llevaba en andas hasta los recuerdos más vívidos, si bien la memoria desdibujaba los contornos de muchos rostros.
Elisa sabía de su tiempo, sabía de su fuerza, y sabía de su deseo agonizante. Sus pies no volverían a pisar aquella tierra de color tan especial, ni su cielo cubriría su cabeza.
La hora se anunció con las campanas de la iglesia ubicada a pocos metros de la sala. Elisa cerró sus ojos. Comenzó a dibujar entre las sombras, hasta que una mano se apoyó entre las suyas. Abrió los ojos y se encontró con la mirada de la enfermera que le sonreía entre los ojos oscuros. Sin decir palabra, la reclinó y acomodó la espalda sobre la almohada, apoyó el aparato en su regazo. Elisa viajó. San Giovanni se mostró sin secretos, la alzó por sobre sus caminos y le acarició las manos con el color de su tierra. Elisa sonrió y se fundió en el cielo.