Es invierno. La salamandra está encendida y el fuego dibuja sombras de luz en mis párpados cerrados. Es temprano aún para pensar el día. Dejo mi cabeza apoyada sobre las manos esperando el chiflido de la pava para preparar el mate. Sólo después pondré el pan a tostar y sacaré la manteca de la heladera para que tome temperatura ambiente; creo que quedó algo del dulce de higos de la última temporada...
Me levanto y llevo la calabaza para llenarla de yerba sólo hasta la mitad ( no me gustan los mates cortos, no me dejan rumiar). Hago silenciar a la pava vertiendo el agua caliente y sorber ese primer trago amargo que sólo el amanecer lento logra endulzar.
Los álamos vacíos se estremecen con la brisa que el sol provoca cuando se asoma despacio, con esa ternura con que empuja a la luna que atrasa su despedida.
El gallo del vecino rompe el silencio...a veces a tiempo, a veces no.
Me pongo gorra, botas, poncho y guantes. La puerta, como si supiera, se abre empujándome como sombra en la neblina.
Sin apuro abro el corral de las ovejas y ellas salen, también sin apuro.
Camino entre los ciruelos, manzanos e higueras desnudas, los cítricos alardean de sus hojas verdes y pequeños frutos madurando.
La neblina ya se está levantando y a lo lejos se adivina la hacienda del campo aledaño.
Paso ante la huerta algo deshojada por la última tormenta, casi no me reclama.
Decido abrigarme entre los eucaliptos que silban desde lo alto los acordes del viento.
Allí quedo.
Buenos Aires, 04 de enero 2025
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