Primeros días de agosto, fríos, soleados, con esa temperatura que merece abrigo pero no paraliza. Días de caldo con los últimos zapallos, ovalados como pelotas de beisbol , de cáscara dura y verde con vetas, pulpa clara y no muy sabrosa, pero que acepta condimentos y verduras para hacerse sopa de las noches frías, o tal vez, un dulce para las mañanas.
En el campo, la hilera de álamos jóvenes plantados hace poco tiempo, presentan pequeñísimos brotes que sacan gratitud del corazón y ansiedad de primavera.
Quizá fue respuesta a las plegarias para hacer de la tierra frutos. Los álamos parecieron inspirarse sembrando la idea de plantar frutales dentro de los límites que ellos demarcan.
La imagen germina en la mente, echa raíces y dibuja en la tierra futuras canastas repletas de naranjas, mandarinas, limones y pomelos, sopla en el aire el aroma de cientos de azahares abiertos exhalando el íntimo perfume de su fecundidad.
El pensamiento toma forma de proyecto y de pronto, un viejo sueño se hace presente, un sueño de niños rodeando la fogata con los labios brillando por el jugo de la fruta dulce que un hombre de gorra y campera azul cargó en canastas para ellos.
Un sueño dormido que se despierta, una idea que se amasa y leuda como el pan, se hornea haciéndose proyecto. Es que el alma nunca olvida el sueño que nos define. En el tiempo preciso, lo recuerda.
Los laureles, Saladillo, 09 agosto de 2025
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