El sol entra y se queda apoyado sobre la salamandra, en tanto la rosa en el florero hace alarde de fuertes contrastes. El resto de la habitación va adentrándose en la penumbra, la luz de la tarde se va alejando del rincón donde duerme el gato y de la bandeja donde está el mate. Los caramelos envueltos en papel metálico retienen algunos destellos hasta que el reflejo los trague.
El farol de noche, aún apagado, preside la mesa que da a la ventana. No necesita encenderse en esta hora del mate alargado, la hora en que los brazos del día se van cerrando sin llegar a ser noche oscura cuando las sombras ni siquiera se adivinen.
Los sorbos se van diluyendo entre las hojas de yerba que flotan cansadas de darle sabor al agua.
La oscuridad va avanzando cubriéndolo todo. Es preciso tantear el pico del termo para cebar los últimos mates, y más aún, recorrer con las manos la mesa hasta encontrar la caja de fósforos para encender el farol de noche que, ahora se sabe imprescindible y no olvidado e inútil como en las mañanas luminosas o las tardes claras.
Se hinchó la camisa del farol, ceniza que ilumina con blanca caricia el entorno que toca, dejando a lo lejos sombras oscuras, apenas contornos de muebles, cuerpos o emociones.
Para ver, hay que llevarlo en andas, como la paz en el alma; sólo así la luz ilumina el camino.
Paso tras paso, la mirada es clara hacia adelante, se ensombrece hacia los costados y se enceguece por detrás.
Paso tras paso recorre habitaciones sin detenerse en ninguna.
Paso a paso transita la noche bajo la luz blanca del farol que lleva a cuestas con sus sombras, hasta que el sol vuelva a echar luz plena, dando claridad al entorno, abarcativa la mirada ... certezas en el alma.
Se apaga el farol, ya no es necesario, hasta la próxima sombra asomando en la propia noche.
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