El reloj marcó una hora oscura cuando sonó el teléfono. Intentó atender a tientas varias veces sin lograrlo. El sonido de la llamada perdida lo desveló justo el día que le tocaba descanso. Era el tiempo de la cosecha y los últimos días el sol y el dolor en la espalda lo habían agotado.
Quiso tentar al sueño para que volviera a enredarse con él entre las sábanas pero nada logró. Aceptando la derrota y el estado de vigilia, puso sus pies en las viejas alpargatas para ir hasta la cocina a preparar el mate que no esperaba tomar tan temprano. Llenó con agua la pava de aluminio algo ennegrecida por el fuego de tantas madrugadas mateando fuera de casa.
Mientras cargaba la calabaza de yerba y el agua llegaba a la temperatura justa se detuvo a mirar a través de la ventana sin cortinas. Vio cómo la noche abandonaba su negrura poco a poco.
A pesar de haber visto innumerables amaneceres, algo le llamó tanto la atención que no pudo apartar la mirada. El agua hervía a borbotones sin que se diera cuenta. Todo seguía tan negro en contraste con el azul de fondo; un azul que nunca había visto, o nunca se detuvo a ver.
Fue ese color el que lo embriagó de sorpresa, admiración, silencio y quietud.
Los ojos fijaron la imagen. El color lo llevó hasta la profundidad de sus emociones. Sintió la humedad en su mejilla y cerró sus párpados a fin de perpetuar en la memoria ese azul y esa hora que no es noche, ni amanecer ni entrada la mañana...el azul y la hora del misterio, del silencio, de la vida que vive pero aún no se asoma.
Secó su lágrima, vació la pava y la llenó nuevamente de agua. Se preparó el mate, lo tomó mucho más temprano de lo que esperaba.
Pensó en la llamada perdida, dio las gracias y sin premura, amaneció.
Buenos Aires, 05 de abril de 2025
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