Es una de las
tardes más frías que recuerdo. El cielo está limpio, con el color celeste que
ningún óleo es capaz de fijar en la imagen de una tela. Tras el vidrio, el
farol echará luz sobre el único papel y la lapicera de pluma que serán
protagonistas de una noche inesperada.
Entre tanto el
tiempo se entretiene, el césped invita a los pájaros a picotear las migas que
el pan casero dejó caer de una tostada. El gato ronronea acurrucado como ovillo
en la canasta donde en otros tiempos se recogía la ropa para el planchado. Y
así estamos, dejando que la tarde se oscurezca, en esa hora en que la penumbra
se asombra y la naturaleza agradece el día antes de cobijarse bajo la noche. Es
la hora del silencio. La brisa queda en suspenso…y nosotros, quietos (el gato y
yo…).
El velo cae y
apenas nos adivinamos. Enciendo el farol. La luz, tenue, se ocupa de señalar la
última hoja del block sobre la cual está la lapicera a tinta heredada de mis
abuelos. El resto, es sombra. Parece entonces, que lo único para hacer es
escribir.
Juego un rato
con el capuchón entre los dedos. La hoja iluminada con un tono amarillo me hace
soñar.
La oscuridad se
hace cómplice de la imaginación.
Frente a la
ventana los eucaliptos se mecen, altos, tan negros como las casuarinas, porque
la noche nos hermana hasta en las sombras.
Sobre el quincho
se asoma el resplandor de la luna que hoy vino más tarde. Se desliza corriendo
el manto infinito de estrellas. El horizonte palidece.
Adentro, es tan
vívido el aroma cítrico del té, que cierro los ojos mientras el paladar se
repleta de bergamotas, la lapicera está quieta, mi mano sobre ella.
Detrás, en la
cocina, la alacena rebosa de dulces caseros, algunas conservas, y cientos de
naranjas derramando su perfume en licores y salsas, partido su vientre como
la joya más dulce y brillante que un árbol jamás haya parido.
Siento en mi
espalda el tibio chisporroteo de la leña, generosa entrega de la tierra hecha
madera. La ruana me abriga, la lapicera no tiembla, mi mano reposa en ella.
A lo lejos
escucho un ladrido. Me sorprende. Mínimas luces se acercan por donde, sin
dudarlo, está el camino. Sólo una de ellas se alza casi a un metro. El resto
revolotea a centímetros del suelo. Son los chicos del campamento. En la
canasta, el gato se desovilla y despereza. Me mira sabiendo que estoy alerta.
Cuando ya las caritas de ámbar casi se pegan en la ventana, abro la puerta y se
me cuelgan los brazos de la ternura y la alegría llenos de frío. Las voces, tan
diáfanas como el aire helado que entra sin permiso, piden naranjas, y una mano
fuerte extiende una cesta de mimbre. Los ojos del hombre envuelto en una
campera azul y una gorra que abriga su cabeza hace ya más de un invierno me
miran y sonríen. Sabe que soy feliz.
Les fue a ayudar
a encender el fogón ( hace maravillas con las ramas…) y ahora vienen a buscar
la fruta que les llenará la boca de un sabor que jamás olvidarán mientras rían,
canten y conversen iluminados alrededor de ese fuego que los acompañará hasta
que el sueño los venza.
Completaron la
cesta con los soles de invierno y regresaron al campamento. Ya no veo las luces, sólo por donde caminan.
El gato, que
anduvo recogiendo mimos y caricias entre las piernas de los chicos, se acomoda
nuevamente, me mira, percibo su satisfacción. Cierra los ojos. Lo miro.
Se abre la
puerta. Me levanto y el abrazo nos abriga. Cuelga la gorra, atiza el fuego de
la chimenea, las brasas chillan. Apago el farol y voy a la cocina. Con el agua
que hierve preparo el té. Cuando me acerco con las tazas llenas, veo la hoja
sobre la mesa. Está limpia, la lapicera sobre ella. Sonrío. No imagino, vivo.