Le decían el Llano, no en alusión al legendario Llanero
solitario, sino porque se lo consideraba tan liso como una extensa planicie.; y
no por su belleza o similitud con horizontes misteriosos y cautivantes, sino
todo lo contrario. El Llano era de esas personas que están, sin prisa, sin calma,
sin altibajos, sin risas, sin pasión, así, un sin fin de nadas. Y habrá sido
por eso, que a pesar de tanto nada era bien conocido en el pueblo, o tal vez,
porque el pueblo era tan llano como él.
Nadie sabe decir
de qué vivía, pero todos sabemos que vivió. Sí, vivió. Porque ahora está muerto.
Lo encontró el panadero la madrugada de tanto frío mientras iba camino al
negocio. Así estaba como siempre, sentado en el banco a la puerta de su casa,
frío como el invierno, tieso como el hierro donde se apoyaba, mudo como el
silencio….así, como siempre, pero esta vez, muerto como la muerte.
¿Y porqué se me
ha ocurrido contar sobre este hombre? Bueno para nada pero para nada malo.
Porque me ha tenido pensando desde aquel entierro tan poco común, sin murmullos
ni lamentos, sin lloronas ni deudos, sin amigos, con el cajón como único
testigo.
Miren que este
hombre, de quien sólo algunos recuerdan por cortesía el nombre, nos ha dado motivo
para hablar, porque de él se tratan las risas y las bromas que se escuchan
entre los vasos de ginebra o en las calles. Si hasta los más pequeños ríen ante
el apodo de “el Llano”. Un fantasma susurra lo absurdo de la burla. Porque el
Llano no se fue. Quedó enlazado en la sombra de nuestra mediocridad.