miércoles, 21 de abril de 2010

Día tras día

El aire estaba tan quieto como él. Por eso ella tuvo que andar en puntas de pie. Para no despertarlo.
Movió la puerta con la misma suavidad con que se acaricia un niño y agradeció que las bisagras no chillaran.
Salió de la habitación y recién entonces se permitió un suspiro. La luz del sol que entraba por la ventana le hizo entornar los párpados.
Como un saludo, escuchó un escandaloso canto de chicharras imposible de acallar en esta tarde de cielo azul.
Quedó inmóvil en la sala. ¿Se habrá despertado? La cama no emitió ningún quejido, entonces, ni se había dado vuelta.
Relajada, fue hacia el aparador, abrió una de las puertas y sacó la botellita disimulada detrás de las copas de licor. Vertió unas gotas apenas en la taza de loza azul, lo acostumbrado. Volvió a guardarla y fue a la cocina a calentar agua en la pava.
Dispuso en la bandeja el mate y la bombilla para ella, y el café para él, con el azúcar al lado de la taza, como siempre.
Abrió la puerta del dormitorio y no le importó el chirrido de las bisagras. Lo llamó. Una vez, otra.
Un tanto sorprendida le movió los hombros. El, estaba tan quieto como el aire. Lo dejó así.
Fue al aparador, buscó la botellita disimulada tras las copas de licor, y la arrojó a la basura junto con la taza. Ya no eran necesarias.

sábado, 17 de abril de 2010

Fue a orillas del mar...

Sentada frente a la ventana, con las manos temblando bajo la manta, dejó que la tormenta agitara sus recuerdos tanto como el viento enardecía las olas que devoraban la costa. La playa se veía gris.
Se estremeció al sentir la arena tibia jugar en su espalda y el agua fría enredarse en sus piernas extendidas en aquel atardecer recostado para siempre en su memoria. Como si el sol se pusiera hoy, dejó que la sonrisa se escapara.
El cielo había coqueteado con los colores pincelados por la complicidad del fuego que los acompañara aquella tarde, y tantas otras.
Con la mirada dibujando ayer entre las sombras, asintió con la cabeza… esta agua inmensa, sumergida más allá del horizonte, fue testigo de su entrega cuando la magia acunó el milagro.
Se dejó llevar por un viaje vertiginoso hacia las sensaciones que aún sacudían su piel de arcilla, esa explosión que inundó su vientre como el mar que se llevó un secreto atado a un hilo de sangre.
Y ella, como él, callados y en silencio, se fueron haciendo viejos.

La duda

Se levantó a cerrar la ventana porque el frío le tocó la espalda, o tal vez, se estremeció de miedo.
Volvió a la cama y acurrucado, se cubrió la cabeza con la almohada sin animarse a inspirar ni exhalar aire, como para no interrumpir el silencio.
Forzó el cuerpo a una rigidez tal que las sábanas quedaron tiesas, y apretó los párpados para mimetizarse con la oscuridad.
Pensó que había transcurrido una hora, o lo había deseado.
Durante el tiempo que fuera, no escuchó más aquellos silbidos que supuso del viento, ¿o fueron un sueño?
Pudo abrir los ojos, pero prefirió no hacerlo. Tuvo miedo del miedo, o de descubrirse muerto.