Las murmuraciones se
extendieron mucho más allá de los límites del barrio. Su nombre dejó de
nombrarla. Nadie recuerda a la vecina que los sábados barría la vereda para
luego cocinar en el comedor parroquial después de una semana de lavar ropas
ajenas.
La memoria es ahora el
lugar privilegiado donde se radicó la habladuría que la vistió con la
vergüenza. La deshonra la asfixió como el nudo de la horca que la hubiera
abrazado sino fuera por los siglos entre ellas, aunque el adulterio también se
pagaba bajo el pesado manto de las piedras. Ahora, se clavan miradas, se
escupen balbuceos y perpetúan abandonos.
Ante el barullo impiadoso
de las marañas intrigantes y las calumnias, la verdad cae desmayada.
Ella siguió barriendo su
vereda después de lavar mugres de otras telas. Supo llorar sin lágrimas como
supo callar la humillación y la ofensa.
Las palabras corrieron con
la precisión de un hecho consumado mientras la verdad llora en el alma
solitaria de quien, sumisa y olvidada, cocina cada sábado para los que no hablan.
Tienen hambre.
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