miércoles, 6 de junio de 2012

La ofensa


Las murmuraciones se extendieron mucho más allá de los límites del barrio. Su nombre dejó de nombrarla. Nadie recuerda a la vecina que los sábados barría la vereda para luego cocinar en el comedor parroquial después de una semana de lavar ropas ajenas.
La memoria es ahora el lugar privilegiado donde se radicó la habladuría que la vistió con la vergüenza. La deshonra la asfixió como el nudo de la horca que la hubiera abrazado sino fuera por los siglos entre ellas, aunque el adulterio también se pagaba bajo el pesado manto de las piedras. Ahora, se clavan miradas, se escupen balbuceos y perpetúan abandonos.
Ante el barullo impiadoso de las marañas intrigantes y las calumnias, la verdad cae desmayada.
Ella siguió barriendo su vereda después de lavar mugres de otras telas. Supo llorar sin lágrimas como supo callar la humillación y la ofensa.
Las palabras corrieron con la precisión de un hecho consumado mientras la verdad llora en el alma solitaria de quien, sumisa y olvidada, cocina cada sábado para los que no hablan. Tienen hambre.

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