En pocas
palabras se esconde un solo significado, el rumbo se esfuma. Tengo
palpitaciones, la sangre navega con ritmo inusual, algo así como si el corazón
tosiera levemente. Quiero llevar mi cuerpo a un lugar donde se serene. Cierro
los párpados, impregno mis ojos, ciegos, con el tono azulado del mar. Un cielo
imaginario se mimetiza en el horizonte con las aguas tan frías como lejanas a
cualquier costa.
El manso devenir
de las olas acaricia mi incertidumbre y ondula la superficie de mi desesperación. Ahora, el corazón late al
compás de la quietud y la calma. Lo percibo sin siquiera hacer algún esfuerzo que impida hundirme. Las
aguas me sostienen.
Escucho apenas
las campanas del reloj vigilante del entorno.
La brisa empuja con brazos limpios al tiempo y me deja en paz, sonriendo.
En este punto de
alta mar extravío las sandalias que calzaban mis pies agotados, el papel
estrujado de rabia cae sin despedirse de mis manos crispadas, y el sudor de mi
piel tensa es arrancado por las gotas negras y frías del mar.
¿Por qué no
quedarme aquí para siempre? ¿Cómo llegar desde el pensamiento hasta la barca
que me abandone?
Quizá con el
memorandum que pronuncia en silencio mi infortunio pueda construir, como cuando
era niño, el bote que me traiga y me deje aquí, lejos de todo, rodeado de paz.
Y olvidar, para siempre, que fui despedido.
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