miércoles, 2 de noviembre de 2011

Papel de seda

La mañana entró por el postigo apenas entornado. Bajo la sábana se desperezó la modorra y la tibieza del sol le arrebató los sueños que quedaron sobre la almohada.

Ella despegó la espalda y buscó las chinelas para protegerse del frío. Sus pies rozaron el mármol y se deslizó hasta la cocina como si fuera una hoja de seda flotando en el viento.

El camisón de batista insinúa sus curvas atravesadas por los días sin bocado y las semanas de encierro. Abrió la alacena solo por hacerlo, sin esperanza ni sorpresa.

Hacía un año que la depresión la desvistió para nunca más salir. En todo ese tiempo, los víveres se fueron acabando en forma racionalmente imparable y lo único que entró fue el agua de la cañería.

El ardor en la boca del estómago ya no le hacía ruido y era una sensación tan cotidiana como inevitable, similar a respirar.

Hace ya meses que dejó de inundar las horas con tristezas; ahora son amigas, excelentes amigas, tan amigas como sólo aquellas que no necesitan mirarse para saberse acompañadas.

Juntas repasan las cartas, unas amarillas que muestran la crueldad de un corazón que se escondió en el papel para abandonarla después de haberla enamorado, palabras que se leen y resbalan sobre la piedra lisa de una pasión asesinada, que ella aún recuerda.

Otras, de cartón desteñido y bordes raídos por el manoseo de interminables solitarios, que se suman empujando a los atardeceres para que pasen desapercibidos.

Cuando llegó a la cocina buscó sobre la mesada un poco de la yerba reseca. Se acercó a la hornalla con un jarro con agua. Encendió el fuego y dispuso la preparación del único mate cocido que bebería caliente. Mientras el agua llegaba al punto justo de temperatura detuvo su mirada en la ventana. Tras la mugre del algodón de la cortina percibió una sombra apoyada en el árbol de la vereda. Una sombra demasiado quieta. El agua hirvió y salpicó su mano. Ni siquiera gritó el dolor del líquido en su piel. Puso la yerba, revolvió la infusión de un verde cada vez más deslucido, y se sentó frente a la mesa como siempre.

Sin embargo, no se sintió como acostumbraba. El paisaje permanente que sostenía su quietud había sido modificado. Se acercó otra vez a la ventana. La sombra aún la miraba. ¿ La miraba? Sí, ella así lo sentía. Con los dedos flacos apresuró el borde de la cortina. La sombra cobró nitidez. El cuerpo del hombre le era extraño, pero no su mirada. Soltó la tela, sintió la sangre golpeándole las venas. Se apoyó en la mesada para no caer; la cabeza le daba vueltas y temió perder el conocimiento. Cuando se notó más firme, volvió a correr la cortina y pudo fijar sus ojos en los de él. La piedra lisa se quebró y las lágrimas la encontraron de nuevo.

Como un soplo de vida fue a la puerta, la abrió y el aire jugueteó con la batista.

En los brazos de la sombra cayó un papel de seda.

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