martes, 3 de enero de 2012

El libro

Estaba escribiendo una carta cuando escuché una tos áspera. Miré extrañada hacia la biblioteca. Estaba segura de que el sonido provenía del estante de arriba, aquel que hoy se me antoja tan lejano. Pero todo estaba demasiado quieto. Volví los ojos hacia el papel donde la última palabra había quedado colgando del renglón sostenida por una sílaba inconclusa.
La tos interrumpió nuevamente. Alcé los ojos y me quité los lentes. Afiné la mirada y lo distinguí. Me levanté y lo retiré del estante. Volvió a toser ahogado por el polvo que lo cubría. Sacudí su lomo, quité la tierra de su tapa de cuero, lo abrí, y él, carraspeando un poco, comenzó a hablar.
Las palabras negras que pronunciaba se despegaban del papel color olvido y susurraban en mi mente con la voz de los recuerdos y una antigua sabiduría.
Acurrucado en mis manos y entrelazado en mis dedos continuó hablando hasta el anochecer. Su voz era clara, con el timbre diáfano de una tarde soleada de invierno.
Mientras lo escuchaba en el más insólito de los silencios, sonreí. Me sentí feliz en la penumbra y su compañía.
Se quedó mirándome con ese punto final que hacía mucho tiempo me había entristecido. Ahora no, en este momento me invade un placer exquisito. Será quizá porque esta vez fui yo el elegido.

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