martes, 3 de enero de 2012

La manzana

La aridez se apoderó de los campos y las tierras. El verde es un color apenas recordado en el olvido de una pared o el retazo de una tela descolorida.
Hace años que la abundancia se fue destiñendo. El siena domina sin haberlo pretendido. Los aromas se mimetizaron con el polvo y el sabor se concentró en unos pocos minerales sobrevivientes.
Los huesos son parte del paisaje y solo caminan unos pocos niños.
Las pisadas se van enredando. Buscan lo que no saben, porque todo fue encontrado, o no se encuentra más de lo que existe, y esto, no es suficiente.
Recorren las ruinas conocidas, una y otra vez, descansan bajo las mismas sombras, arden bajo la misma desidia, andan, siempre andan.
Es de noche, la luna se hizo amiga, allá tan lejos, y sin embargo, es la más cercana compañía.
Conversan mientras los ojos se entretienen con el brillo de las estrellas y las manos acarician la tierra seca y fría.
Los dedos del más pequeño rozan los bordes de una cerámica enterrada y sin pensarlo, con las uñas va escarbando la superficie. Bordea la redondez de un viejo cuenco, tan marrón como su tumba, clava los dedos en el centro y se topa con la superficie lisa y lustrosa de un rojo nuevo, estridente y suavemente sensual.
Presionó con fuerza y retiró la yema humedecida. Impulsivamente se llenó la boca de un efímero sabor dulce. Sus compañeros se arrodillaron y excavaron con avidez hasta que sacaron a la luz blanca de la luna una vasija que contenía milagrosamente una manzana en perfecto estado.
Ante los ojos atónitos la marca de la huella del niño fue desapareciendo. La piel tersa del fruto que alguna vez fuera prohibido se les presentaba espléndida.
La boca se les hizo agua conteniendo el mordisco que cada uno retenía entre los dientes. Ninguno se animó a morderla, ninguno dijo porqué.
El mayor pensaba utilizar las semillas para sembrar, pero la falta de agua lo acobardó.
La niña, un poco menor, no salía de su asombro y la dominaba la idea de guardarla como amuleto, o pieza sagrada dado que lo que había visto era sin duda un milagro.
Los dos más pequeños, para quienes el mañana no es un día y el ayer se va sin avisar, solo esperaban el momento en que pudieran trozarla para llenarse del néctar que la fruta les prometía. Miraban el rostro de los otros chicos con los ojos repletos de la pregunta: “¿podemos?”
La niña se conmovió del hambre y el mayor dio su consentimiento aceptando la infertilidad de los suelos.
Las manos la alzaron y cerrando los ojos clavaron los dientes en la pulpa que derramó sus gotas en las mejillas sedientas.
Volvieron a morder ciegos de placer, el sabor los inundaba. Una vez más hincaron los dientes, ahora con los párpados cerrados como para no revelar el misterio que cada uno sospechaba. La fruta debía ser sagrada, porque los milagros eran siempre prodigios divinos.
Aun satisfechos no se animaban a abrir los ojos… ¿y si desapareciera? ¿Y si dejamos de morder y se esfuma? ¿Seguirá creciendo la pulpa? ¿Y si es un sueño compartido y desesperado?
Como si lo hubieran planeado, cada niño comenzó a disminuir el tamaño del bocado para no hartarse, y no perder, quizá para siempre, este manjar.
El mayor de ellos, comprendiendo lo que ocurría, abrió los ojos viendo las expresiones de éxtasis de los otros niños y cómo la manzana regeneraba la pulpa con un generoso e interminable afán de saciarlos. ( gesto de grandeza)
Mientras ellos continuaran, sospechó que no habría nada que temer. Entonces, aprovechando los mordiscos, con la velocidad propia de la determinación, metió los dedos en la carne blanca y extrajo las semillas del corazón del fruto.
Vio cómo la fruta cubría la cicatriz que le imprimió y a los chicos que aún sorbían gotas del jugo en cada minúsculo mordisco.
Se tomó su tiempo para enterrar las semillas. Buscó alrededor el lugar que le pareció más apropiado, con un poco de sombra para evitar la evaporación del poco riego que pudiera suministrarle, y lo suficientemente cerca para cuidarla.
Las dispuso prolijamente y señaló el lugar con un par de ramas secas. Unos pocos pasos lo unieron a sus compañeros. La luna, que ya estaba diciendo adiós, tomó un color rojo intenso, extraño, que enseguida escondió tras el horizonte blanquecino de la madrugada. Sin prisa, el niño cerró sus ojos, tomó la manzana que aún sus compañeros sostenían y dio su mordisco. El sabor dulce le dibujó una sonrisa de satisfacción y apresuró otro bocado. Sus dientes se clavaron en la pulpa escasa. Frunció el ceño y lo intentó de nuevo. En ese momento percibió el gimoteo del más pequeño. Abrió los ojos y vio a los niños de mirada humedecida y expresión de desencanto sosteniendo un corazón de manzana que lentamente se oxidaba vistiéndose con el color del monótono paisaje.
Nadie entendía qué había ocurrido. Nadie quiso preguntarlo. Sólo el mayor pudo hacerse de una duda. La niña vio apenas el temblor de los párpados de su compañero, pero con la certeza de la fruta acabada, tomó entre sus brazos a los más pequeños, los besó con ternura en la frente, e hizo lo que único que podía hacerse. Con las manos de los niños entre las suyas, se levantaron y empezaron a andar.
Los días y las noches, hicieron a su vez lo que debían hacer, sucederse.
Seguían recorriendo las mismas ruinas, descansando bajo las mismas sombras, ardiendo bajo el mismo sol, andando, siempre andando.
El mayor de ellos perdía fuerza y compostura. La niña no llegaba a secar las lágrimas de su compañero que caían deslizándose siempre entre las mismas ramas secas. Sólo lo abrazaba y lo instaba a seguir. Sabía que cada uno de ellos era parte del milagro de que los otros continuaran vivos. No podían desfallecer, abandonarse o flaquear. Debían seguir buscando aquello que no encuentran, tampoco saben si tiene existencia real, pero la búsqueda era el único sentido que podían darle a cada pisada sobre los caminos ciertos o indecisos.
Una de las tantas noches, mientras las cabezas de los más pequeños descansaban bajo la inmensidad de las estrellas, la niña acariciaba la mano del mayor de ellos. Estaba agotado y extremadamente sediento. Con un hilo de voz y protegido por la oscuridad de una noche sin luna, habló con ella por primera vez de las semillas. Se imaginaba las tantas preguntas que le haría y para la cual solo tenía una vaga respuesta, una paradoja entre la desesperación y la esperanza. El hilo de voz se deshizo hasta que quedó sin aliento. Las manos de ella apretaron el perdón que él necesitaba para despedirse en paz. Las lágrimas de la niña no se detuvieron, ni aún ante los ojos de los pequeños que se acercaron a su espalda. Giró sobre sí, los rodeó con sus brazos. Uno de ellos lloró con ella mientras el menor acariciaba sin consuelo la tierra fría y unas ramas secas. Sus dedos tropezaron con un verde nuevo, brillante, prometedor y tierno.

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