viernes, 2 de agosto de 2013

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En la sala del Ministerio de justicia, el juez escuchaba las palabras del defensor. El pobre acusado tenía la cabeza baja. Desgraciado como tantos había robado un par de chucherías y un paquete de alfajores en un quiosco de poca monta. Corrió lo que pudo pero el andén se le escapó y a pesar de que el encargado era de piernas veteranas,  lo alcanzó. Y aquí está. Esperando lo obvio habida cuenta del hecho y de la desidia del abogado inexperto que se le había asignado, por ser, bajo evidencia contundente, persona de escasos recursos.
Ya estaba el juez también a punto de inclinar su cabeza bajo la pesadez e inoperancia del alegato, cuando el sonido de un puño sobre la madera le hace pegar un respingo. Haciéndose eco de su magistratura, mantiene la sensatez y con ojos diestros busca el brazo que empuñó la ira.
La reacción del acusado suscitó estupor y palidez en su defensor, quien de repente, quedó sin palabras, de pie, con los brazos colgando como muestra inequívoca de su sorpresa.
El juez, agradecido, ágil y preciso, aprovechó el momento y en el acto, declaró inocente al desgraciado.

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