En la sala del
Ministerio de justicia, el juez escuchaba las palabras del defensor. El pobre
acusado tenía la cabeza baja. Desgraciado como tantos había robado un par de
chucherías y un paquete de alfajores en un quiosco de poca monta. Corrió lo que
pudo pero el andén se le escapó y a pesar de que el encargado era de piernas veteranas, lo alcanzó. Y aquí está. Esperando lo obvio
habida cuenta del hecho y de la desidia del abogado inexperto que se le había
asignado, por ser, bajo evidencia contundente, persona de escasos recursos.
Ya estaba el
juez también a punto de inclinar su cabeza bajo la pesadez e inoperancia del
alegato, cuando el sonido de un puño sobre la madera le hace pegar un respingo.
Haciéndose eco de su magistratura, mantiene la sensatez y con ojos diestros
busca el brazo que empuñó la ira.
La reacción del
acusado suscitó estupor y palidez en su defensor, quien de repente, quedó sin
palabras, de pie, con los brazos colgando como muestra inequívoca de su sorpresa.
El juez, agradecido,
ágil y preciso, aprovechó el momento y en el acto, declaró inocente al
desgraciado.
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