Camina lentamente
bajo los paraísos que bordean la calle, ancha y majestuosa, sumida en un
silencio de promesas.
Recuerda las horas
corriendo entre estos mismos árboles, en aquel tiempo delgados de juventud. Su
madre, que lo espiaba tras los troncos, alentaba sus sueños y anticipaba
repisas donde acomodar trofeos.
Recordó la
escuela primaria con sus aulas pintadas de ilusión y sus recreos con sabor a
desafío, la primer copita de un dorado dudoso, con el número uno grabado en el
vientre apoyado sobre un pedestal de plástico negro. No pudo evitar la sonrisa
y revivir la alegría de su madre, el aplauso de su padre, los abrazos de sus
compañeros, y la certeza de un futuro conquistando pistas y carreras, hasta verse
alzar la antorcha de la olimpíada que en un mañana lo esperara.
Su primer
trofeo aún descansa en la repisa de la biblioteca, con una herida en el pedestal.
Se detuvo. No tiene idea de cuando el plástico cedió bajo alguna presión o
caída. No vale la pena saberlo. La memoria le trajo aquellos días de feroz
entrenamiento, de felicidad transpirada hasta las lágrimas, los premios de un
dorado sincero, de un metal más estable que fueron acomodándose en tantas
estanterías.
Los árboles de la calle se mecen acompañando el recuerdo de los
aplausos recibidos. Dio un paso más en la vereda. El taco resonó. Miró hacia
abajo. Un par de torcazas graznaron y la verdad lo partió en lágrimas. Revivió el accidente, sus piernas crujiendo bajo la presión de los neumáticos,
quebradas sobre el asfalto, perdiendo la sangre de la misma forma en que se
escurrían la esperanza y los sueños. Dio de beber su tristeza a la misma tierra
que sorbió su anhelo y su confianza.
Deseó con la
misma fuerza y convicción con que luchó. Miró hacia lo alto. Tal vez buscando
una respuesta que nada cambiaría. Las ramas le develaron su secreto: que vieron
pasar al destino cuando él practicaba siendo un niño. Observaron que ni se
molestó en prestarle atención, tal vez hasta olvidó su nombre.
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