viernes, 2 de agosto de 2013

Destino indiferente

Camina lentamente bajo los paraísos que bordean la calle, ancha y majestuosa, sumida en un silencio de promesas.
Recuerda las horas corriendo entre estos mismos árboles, en aquel tiempo delgados de juventud. Su madre, que lo espiaba tras los troncos, alentaba sus sueños y anticipaba repisas donde acomodar trofeos.
Recordó la escuela primaria con sus aulas pintadas de ilusión y sus recreos con sabor a desafío, la primer copita de un dorado dudoso, con el número uno grabado en el vientre apoyado sobre un pedestal de plástico negro. No pudo evitar la sonrisa y revivir la alegría de su madre, el aplauso de su padre, los abrazos de sus compañeros, y la certeza de un futuro conquistando pistas y carreras, hasta verse alzar la antorcha de la olimpíada que en un mañana lo esperara. 
Su primer trofeo aún descansa en la repisa de la biblioteca, con una herida en el pedestal. Se detuvo. No tiene idea de cuando el plástico cedió bajo alguna presión o caída. No vale la pena saberlo. La memoria le trajo aquellos días de feroz entrenamiento, de felicidad transpirada hasta las lágrimas, los premios de un dorado sincero, de un metal más estable que fueron acomodándose en tantas estanterías.
Los árboles de la calle se mecen acompañando el recuerdo de los aplausos recibidos. Dio un paso más en la vereda. El taco resonó. Miró hacia abajo. Un par de torcazas graznaron y la verdad lo partió en lágrimas. Revivió el accidente, sus piernas crujiendo bajo la presión de los neumáticos, quebradas sobre el asfalto, perdiendo la sangre de la misma forma en que se escurrían la esperanza y los sueños. Dio de beber su tristeza a la misma tierra que sorbió su anhelo y su confianza.
Deseó con la misma fuerza y convicción con que luchó. Miró hacia lo alto. Tal vez buscando una respuesta que nada cambiaría. Las ramas le develaron su secreto: que vieron pasar al destino cuando él practicaba siendo un niño. Observaron que ni se molestó en prestarle atención, tal vez hasta olvidó su nombre. 

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