miércoles, 26 de agosto de 2009

Historias contiguas

El saludo que señalara una mínima cortesía quedó flotando detrás de la puerta del ascensor.
Ellos, cargados de paquetes, entraron en el 5º D mientras yo giraba el picaporte de la puerta contigua habiendo recibido la mirada de ella, punzante de nervios, mirada que no me era habitual.
Desde la cocina escuché golpes. Parecía que lanzaban con hondas los paquetes y cerraran con raquetazos las puertas de los muebles.
La voz de ella cobró hegemonía en el caos. Se despachó con insultos, palabras dignas de un caso policial e improperios que se me hicieron insoportables.
Fui a mirar televisión con el volumen superior al que admito normalmente, hasta que se me antojó desmesurado. Percibí que el silencio había vuelto como el sonido tenue de las buenas costumbres. Respiré con alivio, pero no tanto.
Me entretuve leyendo una novela de un autor barato, el tiempo se me hizo eterno.
Un grito sacudió con el sabor ácido de la intriga y el fatalismo lo más profundo de mis entrañas.
El pallier se desperezó con cierto bullicio. Minutos más tarde, el sonido impertinente de una ambulancia irrumpió en mi ventana. Era esperable.
Lo previsible siempre tiene una cara de misterio, pero mi sensatez dominó por sobre mi curiosidad y el anhelo. No podía ni quería salir.
Las puertas se abrían y cerraban, en tanto se mezclaban los murmullos que supongo, unos de policías o enfermeros, otros de curiosos y vecinos, pero no distingo la voz de él, ni la de ella.
Tiempo después, el silencio se recupera.
Pasé la noche dormitando apenas hasta que a las cinco y media golpean débilmente la puerta.
Abro, como tantas madrugadas en los últimos meses, y ella se cuelga de mi cuello, agotada.
Preparo café y nos sentamos en la cocina. Escucho en silencio la detallada descripción de los hechos, tan cuidadosamente planeados en otras horas oscuras. La discusión violenta que encendió en un corazón débil un ataque de nervios; él, tragando la pastilla equivocada, deliberadamente correcta; el espasmo, el síncope, el testimonio inútil del servicio de emergencias, las declaraciones, los oficiales condescendientes y el abundante dinero de la estafa en el bolso que ella dejó caer en la entrada.
Me abrazó con ternura y soñó en voz alta los proyectos que tejimos juntos en tantas noches robadas.
Entre las palabras exhala bostezos y le sugiero que descanse. Se recuesta en el sofá y le acerco un jugo de naranjas con un sedante, deliberadamente incorrecto. Se duerme. La beso en la frente sabiendo que nunca más me vería, ni a mí, ni a sus sueños. De ahora en más, son sólo míos, ellos y el dinero.

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