sábado, 3 de julio de 2010

El juego

Eran las siete de la tarde. En el bar de los gallegos, frente a las vías del ferrocarril, ya estaban los clientes habituales: Julio, dueño de la única tintorería del barrio; Pedro, uno de los médicos más viejos de la guardia del Hospital; Lucas que alquilaba el local de al lado donde funcionaba su peluquería, y don Matías, diariero de profesión, cuyo impresionante kiosco se desperezaba al alba ofreciendo un abanico multicolor.
Se reunían todos los días, antes de regresar a sus casas, para tomar un descanso entre el ajetreo del trabajo y el desafío del hogar o la insistente soledad. Un refugio de hombres con sabor a ginebra y espíritu tácito de manada rumiando pertenencia.
Un periodista, desde el aparato colgado en un rincón alto, murmuraba sobre el acaecer económico nacional, crímenes oportunistas y el avance meteorológico.
Los vasos se vaciaban en el mostrador sumidos en la escasa elocuencia de sus efímeros dueños.
Julio y Pedro pidieron cartas y se fueron a una mesa situada al lado de la columna, para jugar un truco apostando sencillamente la sensación del triunfo.
Don Matías y Luis, giraron en las altas banquetas para espiar el juego y el devenir de la astucia.
Mientras, Pepe, casi desaparecido detrás de la cafetera, pasaba y repasaba el trapo rejilla sobre el mostrador, con el rabillo del ojo atento a su negocio, desdibujado por los aros azulados de cigarrillos y cigarros.
Una silueta delgada entró semioculta por la humareda. Un personaje desconocido, oscuro, envuelto en un abrigo siniestro. Tomó asiento en una banqueta enfrentada a la mesa de al lado de la columna y pidió a Pepe con voz baja y contundente:
- Tequila.
El cuello alto y un gorro de lana negra desteñido, dejaban entrever unos ojos achinados, una nariz afilada que parecía cortar el aire que inspiraba y unos labios finos, cuarteados y níveos.
Cinco miradas se agacharon sobrecogidas ante tan lúgubre imagen.
- Embido – Julio rompió el silencio levantando sus ojos y tocando la punta de sus cartas con las manos resecas.
- No ha venido – contestó Pedro volviendo su mirada hacia el extraño y luego a su compañero, enarcando sus cejas, ladeando su cabeza como sacudiendo una idea molesta y concentrándose en el juego.
Entre cantos de truco, vale cuatro, real embido y retrucos, se fueron sucediendo las manos, restableciéndose una atmósfera corriente con cierto dejo inquietante.
Uno, hábil comerciante, acostumbrado al juego de ganar y ceder, del debe y el haber, al manejo de máquinas escupiendo vapores y sabedor de los secretos que dejan las telas impecables.
El otro, cargando años de emergencias, en donde la celeridad y la creatividad se dan la mano con el conocimiento para que la vida no se escape detrás de la sangre o se ahogue en pulmones desoxigenados.
La astucia y la picardía eran las señoras que alardeaban mano a mano absorbiendo los sentidos de cuantos allí respiraban.
Los cuadrados cruzados que iban saltando de cinco en cinco entre las malas y las buenas, arribaron a un parejo trece a trece, donde el embido no canta y el truco es rey.
No había ojos que no estuvieran concentrados en ese minúsculo campo de batalla de madera desgastada en el cual se batían cual gladiadores, cuyas únicas armas eran un trío de cartones pintados y una estrategia sigilosa, desafiante y anticipadora.
Julio desliza en silencio sobre la mesa un tres de copas sin dejar de sostener sus cartas.
Pedro se toma su tiempo para determinar su desafío. Apoya con lentitud el tres de oros y sosteniendo la mirada en la de Julio dice:
- Truco.
- Mm… - las dos cartas en sus manos parecen entablar un diálogo con Julio, quien las mira con atención y de soslayo observa a su contrincante. – Paso – contesta apoyando sus cartas con cierta actitud de simulada rendición que invita a una última batalla.
- Decisión equivocada – se escuchan las palabras del extraño.
Los parroquianos lo miran, mientras él agrega:
- Como en la vida – gira su cuerpo en la banqueta y se inclina desapareciendo en su tercer vaso de tequila-.
Todos son aplastados por un silencio que no admite recovecos. La magia de la última pelea se diluye cual arroyo moribundo.
- Como en la vida – murmura el hombre imbuido en el aroma fuerte de su bebida mexicana – Como en mi vida y en tantas otras. ¿De qué sirve el desafío si el miedo obsesivo nos paraliza disfrazado con un triste ropaje de soberbia? ¿Para qué vienen las oportunidades si no existe el coraje de tomarlas y correr el riesgo? Si sabré de estas cosas. Pude haber sido lo que nunca seré. Lo tuve todo, lo perdí todo. Me llamaban “bueno”, mientras en lo más conciente de sus avaros corazones se mofaban de mí.. Mi idiotez, mi altanería y mi debilidad se hicieron cargo siempre de las miserables y cobardes decisiones que rumbearon mi vida construyendo esta escoria deambulante. Viví de sueños esquivando realidades. Ni siquiera atisbo una pizca de arrepentimiento, porque hay que ser imbécil para no darse cuenta que los arrepentidos desean un cambio…y yo, soy como el huevo podrido que sigue exhalando sulfuro por más pintada que tenga la cáscara.
Sus pensamientos se habían hecho murmullos, y sus murmullos, palabras resonantes.
Cinco corazones latían fuertemente, temerosos tal vez de una reacción desenfrenada de este individuo oscuro y malherido…o tal vez temerosos de que se desencadenen en sus propios latifundios aquellos sueños enterrados bajo la cotidiana condición de supervivencia. Aquellos sueños tan lejanos y cuidadosamente ocultos en las cuevas de una seudo satisfacción rutinaria.
Pedro se levantó de la mesa pausadamente para no mover siquiera el aire enrarecido. Lucas y don Matías, como en un acuerdo ancestral, se bajaron de sus banquetas. Los tres tomaron sus abrigos, y con apenas una leve inclinación se perdieron en la bruma nocturna.
Julio guardó las cartas, se las entregó a Pepe y salió. Dicen que al amanecer, lo encontraron muerto frente a las vías.
Al extraño, nunca más se lo vió.
En las noches, frente al bar de los gallegos, se huele a tequila.

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