jueves, 15 de noviembre de 2012

La caja de cenizas


Tenía la caja apoyada en su regazo, y entre los nudos de sus dedos se deslizaban medallas, cadenitas, papeles ilegibles, posiblemente entradas al Teatro del siglo pasado, algunos botones, un prendedor de oro, y en el fondo se escurría un par de guantes de encaje amarillos de soledad.
Sus ojos, parcialmente velados, se hundían en cada una de las cosas mientras sus labios entreabiertos dejaban libres a los suspiros.
Faltaban aún un par de días para cerrar definitivamente la casa. Las habitaciones desnudas no soportaban más el frío y la pintura de las paredes se descascaraban pidiendo clemencia. El patio invadido por una madreselva descontrolada olvidó sus rasgos pintorescos y la algarabía de las reuniones familiares.
Si bien la decisión fue difícil, el tiempo tomó fuerza en el asunto y obligó a una determinación.
Ella lo sabía tan bien como nosotros, imaginamos el dolor punzándole el alma y la memoria.  Supusimos que su silencio era un recorrido por los trozos de historia que los objetos encerraban en su pequeñez. No la vimos llorar. Sólo acariciaba una y otra vez las piezas que sacaba de la caja para luego dejarlas caer nuevamente en ella.
Pasó más de una hora. El tiempo parecía haberse detenido. Una sonrisa muy íntima acompañó el gesto de cerrarla con una llave minúscula. Extendió su brazo y me entregó la caja. La llevé donde aún estaba abierta la maleta enorme, de cuero rígido, en la que acomodábamos su ropa, la que iba a usar. – No, no ,no – la escuché decir. La miré extrañada. – Quemala – me dijo con voz determinada, casi impropia de su fragilidad.
Quemala, - insistió -  Lo que necesito, ya me lo puedo llevar, y dejemos que el viento se haga cargo de las cenizas. 

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