Estaba seguro de
haber recorrido el camino adecuado. Repasó con la memoria todos y cada uno de
sus pasos, los senderos, las encrucijadas, la cantidad de piedras de tamaños
diversos que había esquivado o corrido, siempre con la misma disciplina, sin
alterar las leyes y normas estrictas que
desde niño le habían transmitido.
Pero la certeza
se desvanecía al no encontrar la forma de continuar el camino, sabiendo que
éste existía, de eso no hay duda.
Acostumbrado a
moverse, la imposibilidad de avanzar lo inquietaba bastante. Intentó serenarse
ya que había aprendido que la ansiedad nunca llevaba a los destinos esperados.
El entorno era
de una luminosidad sorprendente, si hubiera límites, éstos estaban ensimismados
unos con otros, ya que no se distinguían. Todo era lo mismo, ese todo era nada,
si bien la nada no existe. Estaba de pie aunque no entendía sobre donde.
El lugar era
extraño. Había llegado con mucho esfuerzo, tanta dedicación para sospechar ahora
que el camino tenía un fin, esta nada. La desilusión lo invadió haciéndolo
caer. Quedó suspendido con todo su cuerpo. Con una mano atajó la cadena que
colgaba de su cuello. Lo que menos deseaba en aquellos momentos era perder en
esa nada el único recuerdo que guardara de su esposa, quien hacía años, le
tomara ventaja con la promesa de esperarlo en el lugar adecuado para continuar,
una vez más y para siempre, el camino que eligieron juntos.
Era una llave
pequeña, casi oxidada por el tiempo y su piel. La observó buscando el recuerdo
de la mano que la había colocado en la suya al despedirse. La besó.
La claridad se
ensombreció con la silueta de una mujer que extendió sus brazos hacia él. Se
levantó y juntos se abrieron camino. La
cadena y la llave se deslizaron de su mano y cayeron sobre las de su hijo, que
muy lejos, lloraba.
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