Se quitó el
sombrero convencido de no volver a aceptar este tipo de invitaciones. El gabán
estaba tan empapado y con arrugas como él. Lo colgó en el perchero y las
grietas que surcaban la comisura de sus labios se vieron reflejadas en el
espejo.
Una vez que se
quitó los zapatos, encendió la luz y un cigarrillo. Se abandonó en el butacón.
No estaba cansado, más bien harto y aburrido.
El humo lo llevó
de viaje a las cientos de conferencias, exposiciones, charlas y convenciones de
las que había sido parte. Palabras, discursos, más palabras. Aplausos,
reconocimientos, apretones de mano, miradas admiradas y finalmente, más
palabras.
No pudo dejar de
sonreír ante el vacío tan completo del silencio, éste, tan actual como propio y
verdadero. Aquí el oxígeno sólo tropieza con manuscritos, libros, borradores y
consultas efímeras en anotaciones marginales. Si ni siquiera el aire necesita
vibrar, porque no ha de llegar a ninguna parte. Así también el timbre del
teléfono, dispuesto sólo para urgencias, completando este silencio tan lleno de
mensajes perdurables, porque no se mueven, gestuales, porque no se dicen, y
ausentes.
Supo desde
siempre, que todo aquello que predicaba desde los púlpitos y explicaba en
escenarios académicos, sólo eran palabras, palabras que decían de las ideas,
palabras que hablaban sobre los sentimientos, palabras muertas en el instante
en que nacían. ¿Donde quedaban? ¿Es la palabra el dibujo de la idea? ¿Es la
idea el sentido de la palabra? Se habla de amor y de caricia, de abrazo y de
ternura, de piel…y la suya, olvidada de la tibieza entre miles de palabras.
Decidió entonces prescindir de los vocablos y atragantarse con los
pensamientos. Decidió callar y esperar que su mano, alguna vez, se sintiera
acariciada.
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