La luna, solapada, observa por entre los cuerpos tormentosos a la niña que tantas noches le hablara.
El muelle sostiene sin esfuerzo la silueta mínima que había huido de la casa en busca de consuelo y de silencio.
Con la cabeza caída, pronuncia uno a uno los dolores pintados en el cuerpo; títeres negros descansando en sus hombros, rodilla de súplica morada y un labio partido por la sangre de la vergüenza.
El río grita su furia y el viento, cómplice, se compadece.
Cae la niña y el agua, sinuosa, acaricia y lava cada herida. Ella encuentra el silencio allí en la oscuridad que le ilumina el rostro, y sonríe.
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