A medida que la
noche se asentaba, la hendija de la puerta comenzaba a brillar reflejando la
luz del umbral. Una vez que terminé de lavar los platos y me serví un té
caliente, me senté a la mesa con las páginas para ordenar. Mañana temprano
pasaría el editor a recoger el manuscrito.
Coloqué el farol
antiguo sobre la mesa. La luz tenue y cálida creaba en la habitación la
intimidad y la concentración que necesitaba. Las paredes se escondieron tras
las sombras que dibujaban los rayos detenidos por las formas cotidianas.
Comencé a
separar los capítulos. Algo me llamó la atención y dirigí la mirada hacia la
puerta. No fue un sonido, aunque permanecí alerta en silencio. Nada ocurrió.
Continué.
Pasaba las
páginas recordando los momentos inspiradores, las horas de corrección, la
alegría y el cansancio. Otra vez. Advertida la percepción, ahora distinguí con
claridad una sombra interrumpiendo el haz de luz en el vano de la puerta.
Supuse la presencia de alguien. Esperé que sonara el timbre. Silencio. El
reflejo se acomodó de nuevo.
Comencé a apilar
en orden las hojas cuando vi otra vez la sombra. Ahora permanente, deja apenas
unos trazos de reflejo intermitentes. Quedé inmóvil. No me animé a preguntar.
El silencio reinaba tanto afuera como adentro. Me reconocí con miedo. Era
tarde. Decidí llamar a mis vecinos, o a la comisaría. Con cautela me levanté
para buscar el teléfono. Las sombras en la pared se movieron. Me confundí.
Trastabillé con la mesa, cayó el farol con estruendo. Aplastada mi cara en el
suelo escucho el aullido desgarrador de un gato que se aleja.
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