domingo, 1 de septiembre de 2013

El druida

El viento detiene el paso de la mula. Los pies terrosos y helados marcan la huella lenta en el sendero solitario. Va con la carga de frutos que dará por pan o leche. Yrian había partido con tiempo para llegar a la feria. Hace tres días camina, van dos noches de luna, y en otras horas de sol espera ver polvo a lo lejos que le señale el destino.
La tormenta le cobró horas, como un recaudador presto para cosechar miserias. Pero fue un sol tardío, corriendo tras la muralla de piedra, el que lo vio llegar sin recibirlo.
Las antorchas y los fuegos se hicieron lugar entre el bullicio. Algunas alforjas con telas, panes y frutas se acomodaban alrededor junto a los odres de buen vino. Desde algún rincón una flauta arrancó del aire una melodía mientras los animales de ojos tristes parecían dormirse.
En los rostros cansados y agrietados intentaba asomarse una sonrisa, tan esquiva en la vida de los campesinos.
Pero por esta noche, la libertad se sugería. Quedaría prendada de un breve intercambio casi furtivo apenas iniciada la madrugada, y antes del sol del mediodía debía quedar vacía la tierra apisonada. Algunos pocos, podrían emprender el regreso con algo más que frutas, pan y leche, otros, en cambio, pagarán un tributo, y llegarán a sus tiendas con un tanto de avena como para una o dos gachas que saciarán el hambre por un día.
Así emprendió Yrian el regreso. Con medio saco de avena colgando del lomo de su mula.
Otra noche helada bajo las estrellas como guías. Pasa un día y aún está lejos el caldero vacío. La tierra se adhiere a los pies y a las patas. Desde el polvo arremete la mordida. Trastabilla la mula, y él ataja entre sus brazos la carga.
Cae el animal, dolientes sus ojos y ponzoñosa la herida.
Yrian lo ve, lo supone, lo acepta.
Apoya sobre sus hombros la bolsa, y sigue el camino. Los pies desnudos se acostumbran. Avanza por el sendero que sin querer se ha hecho más largo, más duro. Llegada la hora donde las sombras son largas, ve a un anciano sentado a la vera. Su mula, liviana y flaca se alimenta de la poca brizna que crece cerca de la orilla.
Cuando pasa delante, el anciano levanta su cabeza y lo escudriña. Yrian reconoce el misterio en la mirada. Siente miedo. Se detiene perturbado por los ojos extraños. El anciano inclina su cabeza señalando su mula, ofreciéndosela sin que medie una palabra. Con la espalda curvada y sudorosa, el campesino mira al animal flaco, y luego al anciano, con sus huesos asomando bajo la tela. Quien de ellos necesita más del otro, se dijo en silencio, así fue que, aún sabiéndose débil, agradeció el gesto y los dejó atrás.
Unos metros más adelante, cayendo de bruces bajo la carga, dudó un instante y dirigió su mirada atrás para pedir ayuda al viejo.
El camino estaba completamente vacío. Sólo estaban marcadas sus huellas, y no se veían nubes de polvo que señalaran por donde andaban el anciano y su mula.
Conmovido se levanta y apresura el paso. Ve caer por un orificio del saco granos de preciada avena. Cubre con su mano la herida de tela, y sigue andando. Se le van las fuerzas, el plato vacío, la noche vuelve, el frío, el miedo, tiembla, y nuevamente cae, cae sobre la avena. La tierra lo abraza.
El viento llega con fuerza, lo despierta. La noche ya no es tan negra. Le duele el cuerpo, y entre las ráfagas advierte un rebuzno. La mula lleva colgando de un lado un saco entero de avena, y del otro, leche, miel y frutos secos.
La silueta del viejo se recorta en el crepúsculo, cuando las sombras apenas se dibujan, desde el fondo de la capucha todos los ojos se encuentran. Y en ese mismo instante, el crepúsculo se lo lleva.
Llega Yrian a la tienda. Esta noche en su casa habrá fiesta. 

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