miércoles, 9 de octubre de 2013

Computadora

La sala estaba casi vacía. En tiempos cercanos a las fiestas de fin de año, se promovían las altas y sólo quedaban internados los desahuciados. Elisa, con sus huesos amoldados al colchón y su cabeza rala, sostenía entre sus dedos una foto ajada. Bastaba esa imagen para que la comisura de sus labios se marcara entre las arrugas delineadas por el dolor y el sufrimiento. Su San Giovanni, sus calles, sus árboles, su tierra, sus olores…la infancia y su madre, los hermanos. Esa foto parda, recorrida por las venas blancas del tiempo y las caricias, la llevaba en andas hasta los recuerdos más vívidos, si bien la memoria desdibujaba los contornos de muchos rostros.
Elisa sabía de su tiempo, sabía de su fuerza, y sabía de su deseo agonizante. Sus pies no volverían a pisar aquella tierra de color tan especial, ni su cielo cubriría su cabeza.
La hora se anunció con las campanas de la iglesia ubicada a pocos metros de la sala. Elisa cerró sus ojos. Comenzó a dibujar entre las sombras, hasta que una mano se apoyó entre las suyas. Abrió los ojos y se encontró con la mirada de la enfermera que le sonreía entre los ojos oscuros. Sin decir palabra, la reclinó y acomodó la espalda sobre la almohada, apoyó el aparato en su regazo. Elisa viajó. San Giovanni se mostró sin secretos, la alzó por sobre sus caminos y le acarició las manos con el color de su tierra. Elisa sonrió y se fundió en el cielo.





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