La sala estaba
casi vacía. En tiempos cercanos a las fiestas de fin de año, se promovían las
altas y sólo quedaban internados los desahuciados. Elisa, con sus huesos
amoldados al colchón y su cabeza rala, sostenía entre sus dedos una foto ajada.
Bastaba esa imagen para que la comisura de sus labios se marcara entre las
arrugas delineadas por el dolor y el sufrimiento. Su San Giovanni, sus calles,
sus árboles, su tierra, sus olores…la infancia y su madre, los hermanos. Esa
foto parda, recorrida por las venas blancas del tiempo y las caricias, la
llevaba en andas hasta los recuerdos más vívidos, si bien la memoria
desdibujaba los contornos de muchos rostros.
Elisa sabía de
su tiempo, sabía de su fuerza, y sabía de su deseo agonizante. Sus pies no
volverían a pisar aquella tierra de color tan especial, ni su cielo cubriría su
cabeza.
La hora se
anunció con las campanas de la iglesia ubicada a pocos metros de la sala. Elisa
cerró sus ojos. Comenzó a dibujar entre las sombras, hasta que una mano se
apoyó entre las suyas. Abrió los ojos y se encontró con la mirada de la
enfermera que le sonreía entre los ojos oscuros. Sin decir palabra, la reclinó
y acomodó la espalda sobre la almohada, apoyó el aparato en su regazo. Elisa
viajó. San Giovanni se mostró sin secretos, la alzó por sobre sus caminos y le
acarició las manos con el color de su tierra. Elisa sonrió y se fundió en el
cielo.
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