jueves, 16 de mayo de 2013

Cuando cedí...


Se tendió ante mí y bajó su cabeza. Le dije: No soy santa y menos vírgen como para que te reclines. Besó mis manos como sólo él sabe hacerlo y en sus ojos se instaló la súplica.
Estaba decidida a no ceder. Hace tiempo aprendí a darme el lugar que desde siempre habría de ocupar. Y él, no iba a invadirlo.
Lo conocí en una noche extremadamente solitaria. Desde que atravesó la puerta y compartimos a la luz de una vela el único pedazo de pan sobreviviente de la caridad, no nos separamos. Pero siempre manteniendo una distancia, típica de mi orgullo, propia de su humildad. Llevamos ya algún tiempo aprendiendo a interpretar nuestros lenguajes, en algún punto tan diferentes, y a poner palabras a nuestros silencios. Y si bien comemos juntos y nos acompañamos, él duerme sobre una colcha vieja y yo, sobre el camastro que recogí hace años en un baldío.
Esta noche, el invierno enfría la baldosa y humedece la sábana.
Me recuesto. El mira. Tiembla y se estremece. Soplo la vela, la de siempre, y la oscuridad borra su mirada, aunque no puedo dejar de percibir su ruego. Mis manos también tiemblan de frío. Acerca su aliento tibio. Le acaricié la cabeza y aparté la sábana.
Feliz se acomodó a lo largo, movió la cola y me lamió la cara.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustó mucho. Muy bien llevado, no deja trascender el final hasta que se llega a él. Me pareció muy bueno. Felicitaciones. Héctor.