Se tendió ante
mí y bajó su cabeza. Le dije: No soy santa y menos vírgen como para que te
reclines. Besó mis manos como sólo él sabe hacerlo y en sus ojos se instaló la
súplica.
Estaba decidida
a no ceder. Hace tiempo aprendí a darme el lugar que desde siempre habría de
ocupar. Y él, no iba a invadirlo.
Lo conocí en una
noche extremadamente solitaria. Desde que atravesó la puerta y compartimos a la
luz de una vela el único pedazo de pan sobreviviente de la caridad, no nos
separamos. Pero siempre manteniendo una distancia, típica de mi orgullo, propia
de su humildad. Llevamos ya algún tiempo aprendiendo a interpretar nuestros
lenguajes, en algún punto tan diferentes, y a poner palabras a nuestros
silencios. Y si bien comemos juntos y nos acompañamos, él duerme sobre una
colcha vieja y yo, sobre el camastro que recogí hace años en un baldío.
Esta noche, el
invierno enfría la baldosa y humedece la sábana.
Me recuesto. El
mira. Tiembla y se estremece. Soplo la vela, la de siempre, y la oscuridad borra
su mirada, aunque no puedo dejar de percibir su ruego. Mis manos también
tiemblan de frío. Acerca su aliento tibio. Le acaricié la cabeza y aparté la
sábana.
Feliz se acomodó
a lo largo, movió la cola y me lamió la cara.
1 comentario:
Me gustó mucho. Muy bien llevado, no deja trascender el final hasta que se llega a él. Me pareció muy bueno. Felicitaciones. Héctor.
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