Me sorprendió la
nota. Estaba escrita en lápiz en un papel de cuaderno, apoyada entre la taza y
la cafetera. Todavía el reflejo del sol no entraba por la ventana, aunque la
claridad rebotaba en las paredes de la cocina. Fui a buscar las lentes. Tomé el
papel con una mano y con la otra me serví el café. Aquella tembló, y ésta,
distraída, derramó el líquido sobre la mesa.
Apenas pude
sentarme. No pensaba, no sentía. Desapareció el entorno. El mundo se había
vaciado de repente y la piel tensa deseaba ser ajena. Los ojos borroneaban unas
letras ahora desconocidas, aquellas que en las mañanas se habían enlazado con
ternura, y que hoy, bajo este sol tibio, nuevo como nunca, garabatean una
despedida, osada y cruel, cobarde y ladina.
No hubo tiempo
para el llanto, si hasta la lágrima sufrió el desgarro. Pero las manos se
crispan, y en los nudillos se acuna la sangre herida. El tiempo robó dolores y
atesoró castigo.
Desde algún día,
se perpetuaron las mañanas sombrías.
Por la ventana,
ahora no entra nunca el sol, la claridad se enreja en las paredes y un poco más
allá, yace la llaga, mi sentencia, y su olvido.
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