La vuelta se hizo esperar desatendiendo el deseo. Pero una mañana temblorosa de un sábado frío, se corrió la incertidumbre y con certeza armamos el bolso para transitar de nuevo la ruta, a esas horas, liviana y ligera.
El atardecer nos fue empujando hasta la tranquera, la oscuridad se hizo luz tenue en la galería y en el resplandor cálido de las ventanas desnudas.
La puerta se abre, el abrazo del hijo que te espera te abriga con la suavidad de la ternura y la felicidad del encuentro.
Esa primera noche de invierno, el cielo espeso no dejó lucir a las estrellas, pero la luna, con su tenacidad de luna casi llena, hizo alarde de su silueta, un poco borrosa, pero plena.
Se fue adentrando la noche hasta que se hizo descanso entre las sábanas bajo las mantas.
Feliz mañana de un sol espléndido, mañana de tareas, de vestir ventanas, emparejar marcos y la mejor imagen de una siesta que no duerme: padre e hijo sentados en la galería, abrigados por el poncho, hermanados en la mirada que viaja hasta el horizonte.
Pasa la tarde, respetando tarea y fatiga, hasta que llega la hora de la inevitable despedida, nuevamente el abrazo te abriga, te deja en piel la huella de un hermoso día. Se va el hijo y viene un frío que nos apura adentro.
El mate y el fuego se dejan atraer, como nosotros, apenas abrazados, con la mirada jugando con las llamas.
Una de las primeras tardes de invierno en Saladillo.
23 de junio 2024
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